Dado que me hallo en una coyuntura de nostalgias y revisiones, me acordaba ayer de un episodio de cuando saqué mi primera oposición, la de profesor de EGB. A todos los que la habíamos aprobado y éramos licenciados y no graduados en Magisterio, ya que se suponía que no poseíamos la sapiencia pedagógica que estos últimos obtenían en sus asignaturas de psicología y pedagogía, se nos obligó a hacer un curso acelerado que duró dos o tres semanas, el cual consistía básicamente en pasarnos las mañanas y alguna tarde asistiendo a unas ponencias que organizaba la inspección.
El día en que se nos informó de cómo iba a organizarse esto, se nos dividió en grupos de trabajo para uno de los apartados del curso y se nos dijo que al final cada grupo debía presentar una especie de memoria. Fue en ese momento cuando se dio a conocer un compañero a quien llamaré Aquiles, por la cólera con la que tomó entonces la palabra y se opuso a la obligatoriedad de hacer el trabajo. Su salida nos resultó sorprendente y un tanto fastidiosa al resto de los presentes, primero, porque no tenía sentido perder tiempo protestando contra algo que estaba estipulado en la convocatoria de la oposición; segundo, porque, a la vista de cómo se nos explicó el asunto, todos nos habíamos olido que la memoria tenía que ser más bien una "memoria" para salir del paso: ¿qué otra cosa podía pedirse en pleno verano y con las oposiciones ya resueltas? Naturalmente, sus quejas no sirvieron de nada, pero lo mejor vino al final: el día en que presentamos las famosas memorias, todos los grupos entregamos la esperable chapucilla de trámite, todos menos el de Aquiles, que se descolgó con un desproporcionado trabajo de extensión muy superior a las de los demás y fashionablemente encuadernado. La incoherencia de aquel furibundo protestón nos dejó a los demás bastante perplejos, más aún, al pensar que su rechazo del primer día había tenido tintes de invitación a secundar una rebelión.
El curso siguió su andadura. La mayoría de las ponencias consistían en charlas que nos daban personas que acudían allí para contar su experiencia en algo. Muchas de ellas eran inspectores y os aseguro que de lo que dijeron aprendí bastantes cosas que luego me fueron muy útiles, como me ocurrió también con lo que dijo un ponente que representaba una figura muy peculiar: la del maestro que se había pateado mil pueblos en escuelas rurales de los años 50, 60 y 70. Se trataba de un profesor que había sido miembro de uno de los tribunales, a quien llamaré don Pedro. Estaba ya a punto de jubilarse y la escuela que había conocido era muy diferente de la que ya despuntaba en aquellos años 80 de mis oposiciones, de modo que su visión era también muy distinta de la imperante en el momento. Pudo así, entre las sabrosas anécdotas en que consistió su charla, que fue la más informal de todas, deslizar un comentario que no he olvidado a pesar de los años; hablando de lo que aprenden los chicos, dijo: "A algunos habría que abrirles la cabeza y meterles el libro dentro, y aun así, muchos de ellos seguirían sin aprender". Dicho en el ámbito de unas oposiciones a EGB y de unas charlas organizadas por la inspección, en aquellos años 80 de fervoroso paidocentrismo, esas palabras eran una auténtica irreverencia, hacía falta un buen par de narices para pronunciarlas, y yo creo que don Pedro tuvo entre sus motivaciones la de hacernos un favor: el de advertirnos a aquel puñado de jovenzuelos la mayoría convencidos de las bondades del paidocentrismo que no todas las prédicas del buenismo imperante eran ciertas, que los niños no son ángeles perfectos y que había, como ha habido y habrá siempre, muchos que no pueden o no quieren aprender. Fue muy honesto: la finalidad de aquellas charlas era ponernos en contacto con lo que nos íbamos a encontrar y él se atrevió a hacerlo aun rompiendo un tabú de los más sacrosantos. A la hora de las preguntas, Aquiles le enderezó algunas bastante malintencionadas y luego, en los pasillos, se dedicó a criticarle por tener un discurso plano y poco científico (Aquiles era psicólogo). La advertencia de don Pedro se confirmó y me fue muy útil al empezar pocos meses después a dar clase, y es que don Pedro, fuera o no científico, no se podía negar que era un maestro, de modo que Aquiles, cuando quiso dar lecciones a un maestro sin serlo él, quedó como lo que era: un petimetre.
Pocos años después, en 1988, entré en un centro en el que ejercía de director uno de los compañeros de los que más he aprendido en la vida, mi amigo Rodrigo (nombre falso, como acostumbra a ocurrir en los artículos del guachimán), al que entonces me unía la coincidencia de pertenecer al mismo sindicato, Comisiones Obreras, yo como feliz novato de épocas plácidas y él como viejo militante que había saboreado circunstancias peores, en las que le había tocado sufrir muchos palos, uno de ellos, un esperpéntico destierro... a Ávila. El caso es que era uno de aquellos tipos que, desde una épica huelga de 1978, habían llevando sobre sus hombros la movilización entre el profesorado madrileño y, el año en que nos conocimos, estaba muy ilusionado por la creación del comité de CCOO en la zona en la que trabajábamos, cosa que, en efecto, llevamos a cabo. Rodrigo era otro tipo con un par de narices, y no solo por lo que llevo contado. El año en que trabajamos juntos, era director del colegio en que coincidimos y tenía allí un fuerte conflicto con la mayoría de los profesores de plantilla del centro, de hecho, estaban todos contra él, el jefe de estudios y el secretario (un par de elementos difíciles de intimidar, dicho sea todo), así que les vino muy bien que los recién llegados, que ese año éramos muchos, tuviéramos la lucidez de entender que, aunque estaban en minoría, tenían toda la razón del mundo, y rompiéramos el aislamiento en el que estaban. El conflicto era muy sencillo: sus oponentes querían cuidar el comedor y cobrar por ello, pero eso suponía trabajar en el comedor de una a dos, cosa que era imposible, porque esa era la hora de la dedicación exclusiva, obligación que no podían saltarse y por la que cobrábamos todos una sustancial parte del sueldo. Qué fácil hubiera sido resolver esto por parte de la Administración, ¿verdad? Pues bien, lo tuvo que resolver el equipo directivo de Rodrigo, a base de coraje, honestidad, tenacidad, desvelos y desgaste en un absurdo cruce de escritos con los otros profesores ante la Administración, que, en lugar de cumplir con su obligación (por parte de la inspección o de quien fuera), adoptó una equidistancia abandonista e hipócrita.
Muchos habréis pillado ya que, para mí, Rodrigo era un auténtico maestro. Aprendí mucho de él acerca de la lidia sindical y del trabajo con profesores, padres, niños y Administración. En aquel 1988 se produjo la última gran huelga de la enseñanza en España. Rodrigo y los de su generación, un manojo de cincuentones que habían llevado la movilización de todas las zonas de Madrid y a los que en las asambleas (entonces las había, y muy concurridas) conocíamos todos por su nombre, ya no estaban en la dirección del sindicato, pero fueron los que organizaron el trabajo en las distintas zonas. Uno de los primeros actos de aquella gran huelga fue una asamblea general y unitaria de todo el profesorado de Madrid. No recuerdo por qué, aquella asamblea fracasó y se convirtió en un auténtico caos del que conservo la imagen de una enorme barahúnda de gente, creo que en la plaza de Colón, con un compañero de CCOO subido en una especie de pedestal ejerciendo de Lenin a grito pelado y sin que nadie le hiciera ni puñetero caso. Al día siguiente, lo comentábamos Rodrigo y yo en el colegio. Él era muy crítico con la organización y con la imagen que dieron los sindicatos, en especial, CCOO. Recuerdo que me dijo: "Y luego el compañero, allí subido dando gritos...".
Sí, lo habéis adivinado: el compañero era Aquiles. Unos pocos años después de sacar la oposición, cuando todos los demás estábamos aún dando bandazos y sin plaza fija, él ya había huido del aula y se había encaramado a la cúpula del sindicato más importante. Seguía siendo un petimetre, pero eso sin duda era un inconveniente para ser maestro, pero no lo era para ser sindicalista: algo me dice que, en el sector de la enseñanza, fue entonces cuando empezó a ser así.
Don Pedro tal vez se jubiló el mismo año en que nos desveló aquel secreto; Rodrigo se ha jubilado también, hace ya bastante, aunque en 2011 me lo encontré casualmente en el metro: veníamos los dos de una manifestación contra los recortes, estábamos los dos sintomáticamente escépticos; del amigo Aquiles dudo mucho que siga en la enseñanza y estoy convencido de que, si sigue, no será dando clases a grupos de treinta niños... Lo veo -insisto: si no se ha mudado a nidos mejor amueblados- como asesor, como orientador, como formador de formadores, como director con muy poquitas horas... Que siguiera aún como sindicalista sería espeluznante, pero no imposible. En todo caso, dudo mucho que haya dejado de ser un petimetre.
¿Y por qué te permites dudarlo?, diréis algunos. Pues porque, me vais a perdonar el pesimismo, corren mejores tiempos para los petimetres que para los maestros. Es más cómodo, tienen más garantías de una existencia sin sobresaltos, por no hablar de que, como el mismo caso de Aquiles demuestra, aquí -y quizás en todas partes-, los petimetres, por su falta de escrúpulos y su inconsistencia, lo tienen mejor para ascender; los tipos sólidos como Rodrigo, aun con su honestidad a prueba de bomba y su labor impecable -o me temo que por culpa de ellas- hacen poca gracia en las altas esferas; por ejemplo, en el caso de su disputa con los jetas que querían cuidar en el comedor y dejar de hacer la exclusiva pero sin dejar de cobrarla, es muy probable que, para esas altas esferas, pesase más el fastidio que les producía el cruce de papelotes inducido por los otros que su ejemplar persistencia en defender el buen uso del dinero de todos: ¿por qué no me dejan ya en paz? -se diría quien fuese en el despacho que fuese- ¿al pelma este qué le importa si cuidan o dejan de cuidar el comedor? Y estoy tan convencido por una cosa: porque a esas altas esferas les hubiera resultado muy fácil resolver el asunto, y no lo hicieron, luego está claro que lo hubieran dejado correr de no haber estado ahí Rodrigo.
Lo dicho: si sigue en este mundillo, Aquiles estará cómodamente situado, seguro que es orientador, o director. Un dato: cuando Rodrigo dejó la dirección de su centro, pasó a ocuparla uno de sus oponentes, un perfecto petimetre capaz de protestar con cólera homérica -yo lo vi una vez- por "agravios" como que le pusieran clase a última hora con un 8º de EGB, con lo insoportables que, según él, se ponían. Esa es la gente que triunfa, petimetres sin carácter que digan que sí a todo lo que venga de arriba o a la menor queja de los padres, por descabellada que sea. Y el que sean unos jetas no es un obstáculo, al contrario, es una ventaja, porque los jetas son más dóciles con los que tienen la vara. Los que les perturban la siesta, por el contrario, molestan, por muy rectamente que actúen, mucha razón que tengan o muy maestros que sean.
El día en que se nos informó de cómo iba a organizarse esto, se nos dividió en grupos de trabajo para uno de los apartados del curso y se nos dijo que al final cada grupo debía presentar una especie de memoria. Fue en ese momento cuando se dio a conocer un compañero a quien llamaré Aquiles, por la cólera con la que tomó entonces la palabra y se opuso a la obligatoriedad de hacer el trabajo. Su salida nos resultó sorprendente y un tanto fastidiosa al resto de los presentes, primero, porque no tenía sentido perder tiempo protestando contra algo que estaba estipulado en la convocatoria de la oposición; segundo, porque, a la vista de cómo se nos explicó el asunto, todos nos habíamos olido que la memoria tenía que ser más bien una "memoria" para salir del paso: ¿qué otra cosa podía pedirse en pleno verano y con las oposiciones ya resueltas? Naturalmente, sus quejas no sirvieron de nada, pero lo mejor vino al final: el día en que presentamos las famosas memorias, todos los grupos entregamos la esperable chapucilla de trámite, todos menos el de Aquiles, que se descolgó con un desproporcionado trabajo de extensión muy superior a las de los demás y fashionablemente encuadernado. La incoherencia de aquel furibundo protestón nos dejó a los demás bastante perplejos, más aún, al pensar que su rechazo del primer día había tenido tintes de invitación a secundar una rebelión.
El curso siguió su andadura. La mayoría de las ponencias consistían en charlas que nos daban personas que acudían allí para contar su experiencia en algo. Muchas de ellas eran inspectores y os aseguro que de lo que dijeron aprendí bastantes cosas que luego me fueron muy útiles, como me ocurrió también con lo que dijo un ponente que representaba una figura muy peculiar: la del maestro que se había pateado mil pueblos en escuelas rurales de los años 50, 60 y 70. Se trataba de un profesor que había sido miembro de uno de los tribunales, a quien llamaré don Pedro. Estaba ya a punto de jubilarse y la escuela que había conocido era muy diferente de la que ya despuntaba en aquellos años 80 de mis oposiciones, de modo que su visión era también muy distinta de la imperante en el momento. Pudo así, entre las sabrosas anécdotas en que consistió su charla, que fue la más informal de todas, deslizar un comentario que no he olvidado a pesar de los años; hablando de lo que aprenden los chicos, dijo: "A algunos habría que abrirles la cabeza y meterles el libro dentro, y aun así, muchos de ellos seguirían sin aprender". Dicho en el ámbito de unas oposiciones a EGB y de unas charlas organizadas por la inspección, en aquellos años 80 de fervoroso paidocentrismo, esas palabras eran una auténtica irreverencia, hacía falta un buen par de narices para pronunciarlas, y yo creo que don Pedro tuvo entre sus motivaciones la de hacernos un favor: el de advertirnos a aquel puñado de jovenzuelos la mayoría convencidos de las bondades del paidocentrismo que no todas las prédicas del buenismo imperante eran ciertas, que los niños no son ángeles perfectos y que había, como ha habido y habrá siempre, muchos que no pueden o no quieren aprender. Fue muy honesto: la finalidad de aquellas charlas era ponernos en contacto con lo que nos íbamos a encontrar y él se atrevió a hacerlo aun rompiendo un tabú de los más sacrosantos. A la hora de las preguntas, Aquiles le enderezó algunas bastante malintencionadas y luego, en los pasillos, se dedicó a criticarle por tener un discurso plano y poco científico (Aquiles era psicólogo). La advertencia de don Pedro se confirmó y me fue muy útil al empezar pocos meses después a dar clase, y es que don Pedro, fuera o no científico, no se podía negar que era un maestro, de modo que Aquiles, cuando quiso dar lecciones a un maestro sin serlo él, quedó como lo que era: un petimetre.
Pocos años después, en 1988, entré en un centro en el que ejercía de director uno de los compañeros de los que más he aprendido en la vida, mi amigo Rodrigo (nombre falso, como acostumbra a ocurrir en los artículos del guachimán), al que entonces me unía la coincidencia de pertenecer al mismo sindicato, Comisiones Obreras, yo como feliz novato de épocas plácidas y él como viejo militante que había saboreado circunstancias peores, en las que le había tocado sufrir muchos palos, uno de ellos, un esperpéntico destierro... a Ávila. El caso es que era uno de aquellos tipos que, desde una épica huelga de 1978, habían llevando sobre sus hombros la movilización entre el profesorado madrileño y, el año en que nos conocimos, estaba muy ilusionado por la creación del comité de CCOO en la zona en la que trabajábamos, cosa que, en efecto, llevamos a cabo. Rodrigo era otro tipo con un par de narices, y no solo por lo que llevo contado. El año en que trabajamos juntos, era director del colegio en que coincidimos y tenía allí un fuerte conflicto con la mayoría de los profesores de plantilla del centro, de hecho, estaban todos contra él, el jefe de estudios y el secretario (un par de elementos difíciles de intimidar, dicho sea todo), así que les vino muy bien que los recién llegados, que ese año éramos muchos, tuviéramos la lucidez de entender que, aunque estaban en minoría, tenían toda la razón del mundo, y rompiéramos el aislamiento en el que estaban. El conflicto era muy sencillo: sus oponentes querían cuidar el comedor y cobrar por ello, pero eso suponía trabajar en el comedor de una a dos, cosa que era imposible, porque esa era la hora de la dedicación exclusiva, obligación que no podían saltarse y por la que cobrábamos todos una sustancial parte del sueldo. Qué fácil hubiera sido resolver esto por parte de la Administración, ¿verdad? Pues bien, lo tuvo que resolver el equipo directivo de Rodrigo, a base de coraje, honestidad, tenacidad, desvelos y desgaste en un absurdo cruce de escritos con los otros profesores ante la Administración, que, en lugar de cumplir con su obligación (por parte de la inspección o de quien fuera), adoptó una equidistancia abandonista e hipócrita.
Muchos habréis pillado ya que, para mí, Rodrigo era un auténtico maestro. Aprendí mucho de él acerca de la lidia sindical y del trabajo con profesores, padres, niños y Administración. En aquel 1988 se produjo la última gran huelga de la enseñanza en España. Rodrigo y los de su generación, un manojo de cincuentones que habían llevado la movilización de todas las zonas de Madrid y a los que en las asambleas (entonces las había, y muy concurridas) conocíamos todos por su nombre, ya no estaban en la dirección del sindicato, pero fueron los que organizaron el trabajo en las distintas zonas. Uno de los primeros actos de aquella gran huelga fue una asamblea general y unitaria de todo el profesorado de Madrid. No recuerdo por qué, aquella asamblea fracasó y se convirtió en un auténtico caos del que conservo la imagen de una enorme barahúnda de gente, creo que en la plaza de Colón, con un compañero de CCOO subido en una especie de pedestal ejerciendo de Lenin a grito pelado y sin que nadie le hiciera ni puñetero caso. Al día siguiente, lo comentábamos Rodrigo y yo en el colegio. Él era muy crítico con la organización y con la imagen que dieron los sindicatos, en especial, CCOO. Recuerdo que me dijo: "Y luego el compañero, allí subido dando gritos...".
Sí, lo habéis adivinado: el compañero era Aquiles. Unos pocos años después de sacar la oposición, cuando todos los demás estábamos aún dando bandazos y sin plaza fija, él ya había huido del aula y se había encaramado a la cúpula del sindicato más importante. Seguía siendo un petimetre, pero eso sin duda era un inconveniente para ser maestro, pero no lo era para ser sindicalista: algo me dice que, en el sector de la enseñanza, fue entonces cuando empezó a ser así.
Don Pedro tal vez se jubiló el mismo año en que nos desveló aquel secreto; Rodrigo se ha jubilado también, hace ya bastante, aunque en 2011 me lo encontré casualmente en el metro: veníamos los dos de una manifestación contra los recortes, estábamos los dos sintomáticamente escépticos; del amigo Aquiles dudo mucho que siga en la enseñanza y estoy convencido de que, si sigue, no será dando clases a grupos de treinta niños... Lo veo -insisto: si no se ha mudado a nidos mejor amueblados- como asesor, como orientador, como formador de formadores, como director con muy poquitas horas... Que siguiera aún como sindicalista sería espeluznante, pero no imposible. En todo caso, dudo mucho que haya dejado de ser un petimetre.
¿Y por qué te permites dudarlo?, diréis algunos. Pues porque, me vais a perdonar el pesimismo, corren mejores tiempos para los petimetres que para los maestros. Es más cómodo, tienen más garantías de una existencia sin sobresaltos, por no hablar de que, como el mismo caso de Aquiles demuestra, aquí -y quizás en todas partes-, los petimetres, por su falta de escrúpulos y su inconsistencia, lo tienen mejor para ascender; los tipos sólidos como Rodrigo, aun con su honestidad a prueba de bomba y su labor impecable -o me temo que por culpa de ellas- hacen poca gracia en las altas esferas; por ejemplo, en el caso de su disputa con los jetas que querían cuidar en el comedor y dejar de hacer la exclusiva pero sin dejar de cobrarla, es muy probable que, para esas altas esferas, pesase más el fastidio que les producía el cruce de papelotes inducido por los otros que su ejemplar persistencia en defender el buen uso del dinero de todos: ¿por qué no me dejan ya en paz? -se diría quien fuese en el despacho que fuese- ¿al pelma este qué le importa si cuidan o dejan de cuidar el comedor? Y estoy tan convencido por una cosa: porque a esas altas esferas les hubiera resultado muy fácil resolver el asunto, y no lo hicieron, luego está claro que lo hubieran dejado correr de no haber estado ahí Rodrigo.
Lo dicho: si sigue en este mundillo, Aquiles estará cómodamente situado, seguro que es orientador, o director. Un dato: cuando Rodrigo dejó la dirección de su centro, pasó a ocuparla uno de sus oponentes, un perfecto petimetre capaz de protestar con cólera homérica -yo lo vi una vez- por "agravios" como que le pusieran clase a última hora con un 8º de EGB, con lo insoportables que, según él, se ponían. Esa es la gente que triunfa, petimetres sin carácter que digan que sí a todo lo que venga de arriba o a la menor queja de los padres, por descabellada que sea. Y el que sean unos jetas no es un obstáculo, al contrario, es una ventaja, porque los jetas son más dóciles con los que tienen la vara. Los que les perturban la siesta, por el contrario, molestan, por muy rectamente que actúen, mucha razón que tengan o muy maestros que sean.
Qué bueno!
ResponderEliminarGracias.
EliminarUn post estupendo, Pablo. Mucha verdad encerrada en él.
ResponderEliminarGracias, Pepe. Un abrazo.
ResponderEliminar