Cuando en enero de 2016 El Vaticano, en un alarde de acomodaticio puritanismo, decidió tapar las estatuas desnudas de su colección con el fin de no herir la sensibilidad del presidente iraní, Hasan Rohani, que estaba allí de visita, en nuestro país se levantó una ola de general rechazo por la hipocresía y la falta de entereza del estado papal. Otro aspecto muy criticado fue la traición que se cometía contra el patrimonio cultural: ¿acaso esas excelsas obras de arte no habían sido concebidas y creadas como tales incluyendo entre sus virtudes esa desnudez tan mezquinamente censurada solo por no colisionar con los gustos de un señor un tanto estrecho de ideas? Las obras de arte -¿quién puede dudarlo?- se crean como se crean en el momento en que se crean y se inscriben en la historia de la humanidad tal y como son, y así debe respetarlas, asumirlas, interpretarlas y entenderlas la posteridad: ofendería a la inteligencia, la sensatez, la honestidad, la comprensión hacia nuestro pasado y la sensibilidad artística pretender modificarlas siquiera en un átomo en virtud de los particulares gustos o pareceres de cualquier época. Prueba de lo que digo es que, cuando se ha hecho -porque, por desgracia, más de una vez se ha hecho- nos ha parecido aberrante: aberrantes han sido los irreparables estragos que los talibanes o ISIS han hecho en grandes testimonios del arte antiguo, pero también aberrantes han sido, aunque no alcanzasen tal envergadura, actos como la censura y prohibición que durante siglos sufrió el Lazarillo de Tormes o aquellos grotescos cortes con que los censores franquistas mutilaban los inocentes besos de las películas.
Sospecho, no obstante, que el gusano de la censura y del desprecio del arte anida en todas las épocas y culturas, incluso en una tan supuestamente liberal como la nuestra, en la cual se materializa bajo los ropajes de esa nueva inquisición llamada corrección política. Y parece que sus dómines la tienen especialmente tomada con los cuentos infantiles, a los cuales algunos se empeñan en mutilar y tergiversar so capa de que son excesivamente crueles o abundan en ellos reprobables conductas que no pueden reproducirse ante nuestros tiernos infantes, pues corremos el riesgo de traumatizarlos. La última andanada nos la obsequia la editorial Cuatro Tuercas, que ha lanzado una colección llamada Érase dos veces, en la que aborda una temible tergiversación -ellos la presentan como una actualización- de algunos de los más famosos cuentos clásicos, con este resultado: el protagonista de La bella y la bestia es un maltratador, El patito feo es una víctima de acoso, La ratita presumida es lesbiana y, por lo que parece, el príncipe de La bella durmiente, cuando la besa al final (sin su consentimiento, argumentan los editores), lo que está cometiendo es un abuso sexual.
Escandaliza semejante orgía de bobadas y manipulaciones; independientemente de los innegables horrores que encierran los cuentos clásicos (propios de la época en que fueron producidos), sus mensajes no esconden para nada la sordidez que repulsivamente les encasqueta la editorial Cuatro Tuercas con el fin de reducirlos a su conveniencia: La bella y la bestia es una historia en la que se ensalza el poder del amor, la virtud y la paciencia, mediante las cuales se consigue hacer bondadoso a un ser malvado y violento; en El patito feo no hay acoso, sino exclusión y rechazo, y estos no son el eje principal de la historia, la cual gira en realidad en torno a la idea de que las personas, aunque se encuentren excluidas y perseguidas, deben confiar en las virtudes que es posible que oculten sin sospecharlo y que quizás algún día serán sus poderosas alas; lo del lesbianismo de La ratita presumida es una memez oportunista como un piano y, por último, resulta una auténtica vileza atribuir lascivos móviles sexuales al príncipe de La bella durmiente, el cual lo que hace es besar a la mujer que ama para liberarla de un hechizo y, si la cosa tiene efecto, es porque la ama de verdad (¡y bonita estupidez es esa del no permiso, teniendo en cuenta que ella está con su voluntad anulada!). Estos son los verdaderos mensajes de esos cuentos, que se reducen a lo que se han reducido siempre las moralejas de los relatos infantiles clásicos: el triunfo del bien, faltaría más, a ver si ahora va a resultar que unos actualizadores advenedizos les van a dar lecciones de moral a la tradición centenaria o a los autores clásicos.
Pero lo que realmente me deja perplejo es el sesgo que se da a Pinocho, en el que se da la vuelta a la tortilla y es a los adultos a quienes les crece la nariz. Ni conozco ni me importa la versión que la editorial Cuatro Tuercas hace de este relato, pero aquí sí que es de rigor reclamar un respeto, no solo porque nos hallamos ante un gigantesco clásico de la literatura infantil universal, sino porque difícilmente se le pueden poner objeciones a la enseñanza moral de Pinocho, que es un resuelto alegato nada menos que contra la mentira y una seria advertencia que ha sido, es y será siempre crucial para niños y adolescentes: cuidado con tus compañías, porque, si las eliges mal, podrán hacerte mucho daño; cuidado con tus actos, porque todos tienen sus consecuencias. Llevo años poniendo este libro como lectura obligatoria a mis alumnos de segundo de ESO, a los que creo que les benefician mucho esos consejos y a los cuales, puedo garantizarlo, les encanta esta historia de ritmo cautivador y plena de aventuras, de fino humor y de fantasía: no frivolicemos con algo de tan alto valor educativo.
Si la editorial Cuatro Tuercas quiere escribir cuentos contra el maltrato o el acoso, no seré yo quien le ponga la menor objeción, pero creo que debería tener la sensatez de dejar en paz a los clásicos: que hagan el esfuerzo de inventar ellos sus propias historias, que tengan la honestidad de no explotar los argumentos ajenos y de no falsear su interpretación. Aquí cabemos todos; si quieren sacar a la luz sus ideas, háganlo, pero que dejen en paz las ajenas; está muy mal dar una interpretación torcida del discurso de los clásicos para desacreditarlo y hacer así brillar el propio, eso se llama manipulación ideológica. Por otra parte, los clásicos son imperecederos y es por algo: en el momento actual, no solo es por su calidad literaria o por la vigencia de sus advertencias, sino también porque, al contrario de las ñoñas producciones de la corrección política, no tienen reparos en mostrar el lado malo de la realidad, la violencia, la mentira, el dolor, la muerte, el peligro, pero siempre con el ánimo de resaltar cuáles son los caminos rectos. Siempre será mejor hacerlo sin ocultar una parte de las cosas que uno puede encontrarse por el mundo.