Así es, queridos amigos, lo digo abiertamente: cuando llegan las ocho de la tarde, yo no aplaudo. Pues muy bien, diréis algunos, yo sí lo hago, con lo que quedará constatado que cada cual, dentro de los límites del respeto a la convivencia, puede hacer lo que le dé la gana. Comparto el reconocimiento a la labor de los sanitarios que con ese aplauso quieren expresar muchos españoles, a su sacrificio y a su esfuerzo, y hasta me pareció una buena idea ese gigantesco símbolo que representó toda una nación unida en un aplauso, pero creo que tuvo sentido el primer día, o, a lo sumo, los tres o cuatro primeros. Una vez el mensaje quedó con ello expresado, no le veo ninguna lógica a la exagerada reiteración en que hemos caído: llevamos casi cincuenta días aplaudiendo a los sanitarios: ¿qué objeto tiene seguir? ¿Cómo se sentiría un futbolista que hubiese marcado un gran gol y, cincuenta días después, la gente le siguiera aplaudiendo por la calle? ¿No tendría razones para estar harto? ¿No es posible que haya ya algunos o quizás muchos sanitarios que se sientan igual? De hecho, ya he oído a más de uno pronunciarse en el sentido de que preferiría más mascarillas y menos aplausos, y los que lo han hecho, naturalmente, no lanzaban el dardo contra los bienintencionados ciudadanos, sino contra ese Gobierno que ha fallado en el suministro de adecuados equipos de protección pero fomenta desde sus televisiones (yo lo he visto más de una vez) el aplauso de las ocho. Aceptaré que me llaméis suspicaz, pero me temo que esas convocatorias televisivas hechas como quien no quiere la cosa son en realidad muy intencionadas, pues soy de los que piensan que el Gobierno está utilizando esto de los aplausos y otras pintorescas maneras de elevar la moral pública como uno más de sus procedimientos para tapar los errores imperdonables que ha cometido (los perdonables no necesita taparlos, porque está claro que los ciudadanos se los perdonamos, del mismo modo que reconocemos los aciertos que ha tenido).
Por otra parte, en mi época nos educaron contra el exceso en el aplauso: se consideraba vanidad el perseguirlo y adulación el aplaudir de más, y creo que en esto segundo en la actual crisis nos estamos pasando, lo digo no solo por cosas como la antes mencionada cincuentena de días, sino por otras como el bochornoso espectáculo que pudimos contemplar cuando el general Santiago fue aplaudido por el resto de los portavoces después de dar ciertas explicaciones en una rueda de prensa. Me pareció una trivialización, no era ocasión ni personaje para un aplausito, y es que otra de las cosas que constato con esto de los aplausos es eso: se está frivolizando. Por donde yo vivo, entre las ocho y las ocho y diez, el momento del aplauso se compone de: el aplauso multitudinario en sí, una caravana de vehículos de servicio público con las sirenas en marcha y la reproducción a volumen atronador de alguna canción festiva puesta por no sé quién, hace un par de días tocó "Ojalá que llueva café". Haga y crea cada cual lo que quiera, pero yo tengo razones para pensar que estamos convirtiendo esto en una feria, y está claro que no lo es.
Y por esto mismo, yo no acabo de entender que los informativos dediquen un tiempo de quince o veinte minutos a noticias "graciosas" o simpáticas, o a la explotación de lo entrañable. Entiéndase: me alegro como el que más de que a un enfermo de coronavirus se le dé de alta y hasta comprendo que se emita de vez en cuando una noticia sobre alguno por cualquier razón especial, pero ni me parecen hechos noticiables la mayor parte de las escenas graciosas o "entrañables" que se emiten en esos lapsos ni me explico que se les dedique tanto tiempo. Este artículo parte de mi inquietud hacia el trato que los medios de comunicación están dando a la ciudadanía; parece que de alguna parte ha surgido la convicción de que estamos aterrados y traumatizados y de que por eso ellos están obligados a tranquilizarnos pintando una realidad alegre. Yo en cambio veo que no se nos está tratando como a adultos, sino como a idiotas infantilizados que no van a ser capaces de hacer frente a una realidad dura. Agradecería que no fuese así, Gobierno y medios deberían respetarnos más. Por otra parte, nuestra realidad actual es muy problemática y a lo mejor el tiempo que se dedica a este tipo de "noticias" se está restando a otras informaciones que podrían interesarnos más.
Y, como no acepto que nos infantilicen, yo no veo bien que en las ruedas de prensa gubernamentales insistan tanto en decirnos a los españoles lo bien que nos estamos portando, vicio en el que es particularmente contumaz Salvador Illa, ministro de Sanidad. No somos niños ni bobos como el Patán aquel de Los autos locos, que se pasaba la vida reclamando medallas, por no hablar de lo que he dicho antes sobre la indeseable relación entre el exceso de aplauso y la adulación.
Ni que decir tiene, además, que yo no creo que esto sea una guerra. Resulta curioso que, desde el Gobierno y los medios que por un lado nos proponen risas y aplausos, por otro se nos maree tanto con esto de la guerra, a veces parece que nos quieren volver locos. Lo que estamos pasando es una emergencia sanitaria, no una guerra: ni es acertado magnificarla con hipérboles, porque es de por sí lo suficientemente grave, ni es justo con quienes han sufrido las tremendas catástrofes que son las guerras el utilizarlas para hacer retórica por sabe Dios qué razones. Piense usted en Siria, piense usted en nuestra guerra civil, piense en el horror, las bombas, las víctimas sin número, la violencia, las ciudades reducidas a escombros, la ruina, el hambre, la crueldad... Entenderá entonces que, en efecto, estamos muy mal, pero hay cosas mucho peores, una de ellas, la guerra.
Por último, yo no me río con Diarios de la cuarentena. Esto creo que no necesita explicación.