Libros que he publicado

-LA ESCUELA INSUSTANCIAL. Sobre la urgente necesidad de derogar la LOMLOE. -EL CAZADOR EMBOSCADO. Novela. ¿Es posible reinsertar a un violador asesino? -EL VIENTO DEL OLVIDO. Una historia real sobre dos asesinados en la retaguardia republicana. -JUNTA FINAL. Un relato breve que disecciona el mercadeo de las juntas de evaluación (ACCESO GRATUITO EN LA COLUMNA DE LA DERECHA). -CRÓNICAS DE LAS TINIEBLAS. Tres novelas breves de terror. -LO QUE ESTAMOS CONSTRUYENDO. Conflictividad, vaciado de contenidos y otros males de la enseñanza actual. -EL MOLINO DE LA BARBOLLA. Novela juvenil. Una historia de terror en un marco rural. -LA REPÚBLICA MEJOR. Para que no olvidemos a los cientos de jóvenes a los que destrozó la mili. -EL ÁNGULO OSCURO. Novela juvenil. Dos chicos investigan la muerte de una compañera de instituto. PULSANDO LAS CUBIERTAS (en la columna de la derecha), se accede a información más amplia. Si os interesan, mandadme un correo a esta dirección:
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miércoles, 30 de enero de 2019

Praxis educativa. 28: la fotocopia de exámenes para las familias

   Aparece hoy en el telediario de las 14:30 de Telemadrid una noticia en la que se nos informa de que en los centros educativos de la comunidad valenciana se implantará la obligación de entregar fotocopias de los exámenes a los padres que lo soliciten. Se pretende regular el procedimiento estableciendo trámites de petición por escrito, como sucede en otras comunidades donde esta norma ya funciona. La cuestión de si se debe o no entregar copias de los exámenes es asunto ya viejo que se movía en las aguas de la alegalidad, una alegalidad en realidad falsa, porque, mientras no hubiera una norma explícita que obligase al profesor a entregar fotocopias de los exámenes, existía de hecho una legalidad que establecía pura y simplemente eso: que no tenían por qué entregarlos y si lo hacían era por decisión propia (1). Y aquí es donde empiezan los conflictos, malentendidos, tensiones y abusos, que también los ha habido, como os conté hace tiempo en el artículo titulado El caso del examen desaparecido, un ejemplo paradigmático de conflicto con entrega de exámenes de por medio, paradigmático hasta en la lamentable actuación del director que participó en él, pues me consta que no es el único que ha hecho lo que hizo ese: decirle a la profesora la mentira de que estaba obligada por ley a un deber en realidad inexistente, y me consta porque durante años padecí yo mismo a un director que hasta en reuniones de profesores repitió muchas veces que teníamos la obligación legal de dar a los padres fotocopias de los exámenes, cuando no era cierto. Y no piense nadie que solo son estos dos: no me cansaré de repetir que a los profesores les conviene mucho conocer bien las leyes vigentes, no solo por profesionalidad, sino también por autoprotección.
   En la breve noticia de Telemadrid, se puede ver una muestra de diversas opiniones acerca de las ventajas e inconvenientes de dar fotocopias de los exámenes a los padres que lo soliciten. Se pregunta a siete personas: un importante representante sindical, que muestra reparos relacionados con la hipotética pretensión de juzgar al docente o con el desconocimiento de los criterios de evaluación por parte de los padres; un hombre que da toda la impresión de pertenecer al sector de las AMPAS, que señala que es un derecho de los padres y opina que genera reticencias entre los profesores, pero sus resultados serán beneficiosos; cuatro madres y un padre, que muestran posturas muy diversas, desde quienes aseguran que servirá para ayudar a sus hijos a corregir errores hasta quien declara que no se mete en la corrección, que eso es asunto de los docentes, pasando por alguien que con sinceridad concisa manifiesta que puede servir para posibles reclamaciones posteriores. Dejo para el final un testimonio de valiosísima elocuencia: el de una madre que, impostando la voz de su hijo, dice: "Mama, es que yo creo que me ha salido bien y, si tuviéramos la copia, pues podríamos haberlo corregido en casa". 
   En líneas generales, soy contrario a esta medida (luego explicaré por qué) y creo que, llevados bien y con buena fe por parte de  todos, los mecanismos de revisión de los exámenes hoy existentes -que son muchos y eficaces: aclaraciones en el aula en el momento de entregarlos, aclaraciones posteriores, más extensas y personales a cualquier alumno que lo solicite, explicaciones a los padres en visita de atención...- bastan y sobran para aclarar todo lo que haya que aclarar y que de ningún modo aclarará mejor la fotocopia de un examen revisada con lupa en la cocina, o con el primo que está en la universidad, o con el "profe" de la academia, por lo cual, aunque disguste a algunos, es difícilmente sostenible ese camelo de que el pedir copia de un examen no lleve implícita una de dos: o la desconfianza en el profesor, o la intención de poner en marcha una reclamación. O las dos. Ahora bien, la desconfianza en el profesor está hoy en día extendidísima y además ha sido siempre un gaje del oficio, por lo que hay que asumirla, sin olvidar que contra ella los docentes tenemos a nuestro alcance un escudo más duro que el acero: la solvencia profesional, que alcanzaremos con el dominio de nuestra materia y nuestro oficio. Y, en cuanto a lo de la reclamación... pues, naturalmente, es algo que no está en nuestra mano, pero insisto en esto: si se han hecho bien las cosas -recalco esto, porque los profesores también metemos la pata alguna que otra vez- no hay reclamación que deba quitarle a nadie el sueño. En consecuencia, y dado que es muy probable que este jueguecito de las fotocopias sea ya un camino sin retorno, lo que debemos hacer es afrontarlo con profesional tranquilidad, que empezará por un requisito: tener muy clara la normativa que lo regula, las condiciones en que deben darse las copias y las cosas que no pueden pedirse. Si bien lo miramos, el hecho de que se regule este capítulo tiene la ventaja de marcar un referente legal que nos obligará a todos, a los profesores por supuesto, pero también a padres, directivos e inspectores, y creedme que esto no es poca cosa (2). 
   Pero, aun así, sigo pensando que esto de las fotocopias de los exámenes no es una buena idea. Sometido a una normativa clara, me parece un derecho innegable, pero debería situarse en un momento posterior, para ser exactos, como uno de los trámites del proceso de reclamación formal (3), una vez iniciado este, concretamente, después de que el examen en cuestión ya haya sido revisado por el departamento y en el caso de que este lo califique de forma inapropiada a juicio del reclamante. Esto para mí tiene la indiscutible lógica que he mencionado ya antes: en realidad, por mucho comentario hipócrita que queramos echarle encima, cuando unos padres solicitan un examen es porque están ya en el territorio de la desconfianza y la reclamación. ¿Quién se cree eso de que se piden para revisar el examen con el niño, ver los fallos y así poder ayudarle? Eso es una falsedad siempre; volvamos a la respuesta de una madre que señalé arriba, que es muy reveladora. Empieza la señora: "Mama, es que yo creo que me ha salido bien..." ¡Esto es un clásico! De pequeño tenía amigos que lo utilizaban y no tengo más remedio que decir que eran los más asnos, porque quienes mejor saben quién es quién en cada grupo son los propios alumnos. ¿Qué nos hace pensar que hoy sea distinto? Puedo asegurar que el 95% de los padres que venían predispuestos contra mí (cosa que se nota desde el primer momento, incluso cuando te dan la mano con una sonrisa hipócrita) acudían soliviantados por las mentiras de unos hijos que ocultaban su falta de estudio bajo una montaña de falsedades sobre mi persona (no me pasaba solo a mí: se hace con todos los profesores). El primer problema era que sus padres les creían. El segundo problema surgía al ver los exámenes, que yo les mostraba siempre, aunque no me los pidieran, porque no hay testimonio más elocuente de lo que hace o deja de hacer un alumno. Y, en efecto, para los padres que no volvían los ojos a la realidad, resultaba de gran ayuda, pero explicados por mí, no interpretados por cualquiera y de cualquier manera, con resentimiento y vaya usted a saber dónde. Con estos padres era el fin de la historia: entendían lo que pasaba, me agradecían mi labor y tomaban las medidas oportunas. Pero siempre quedaba un grupito refractario, gente capaz de exculpar a sus hijos incluso ante un examen de dos y con respuestas en blanco. Estos eran los del segundo problema. El tercer problema podía adquirir muchas formas: resentimiento, rumores infundados, intriguillas de despacho o reclamación formal. Y aquí es donde vienen mis reticencias contra la entrega indiscriminada de fotocopias ANTES de reclamar: como hoy en día vivimos inmersos en la cultura de la queja y la reclamación, agudizada por el desprestigio de los profesores en determinados sectores sociales y el desprecio hacia ellos, mucha gente no tiene empacho en pedir revisión de exámenes hasta de contenidos sonrojantes, porque además nada pierde con ello; en estas condiciones, ¿qué obstáculo habrá para pedir fotocopias si este trámite adquiere la sencillez de un juego? Mucho me temo que, si esto no se enfoca bien, podemos llegar a un momento en que se acabe normalizando que, una vez corregidos los exámenes, los profesores entreguen directamente a cada alumno la correspondiente fotocopia para ir ganando tiempo. ¿De verdad queremos llegar a semejante esperpento? No niego el derecho de solicitar fotocopias de los exámenes, aunque me reitero en que, en los límites de la normalidad, no hacen falta para nada, pero, al menos, limítese a aquellos que estén dispuestos a llevar hasta el final el pulso de una reclamación, que no son tantos. Y, hablando de estos y de los que llegan al paso previo de la revisión de examen, que son algunos más: si no fuera materialmente imposible, me encantaría poder enseñar los exámenes para los que alguna vez se me pidió alguna de esas reconsideraciones. Valdrían los míos o los de cualquier profesor que haga algo tan común como cumplir con sus obligaciones y serían un excelente elemento de juicio para ayudar a entender no solo problemas como el fracaso escolar en nuestro país, los grises resultados en PISA u otros similares, sino también cuánto de exageración y de infundio hay en ese rasgarse las vestiduras de algunos por la supuesta vulneración de su derecho a revisar sus exámenes y que se les expliquen sus fallos.         

NOTAS
   (1) Como muy a menudo sucede, en este asunto la extensión del innovacionismo pedagógico allá por los años 70 marca un antes y un después, por lo que habrá que reconocer una vez más que los Movimientos de Renovación Pedagógica tuvieron algo de Nuevo Testamento, lo que da derecho a sus defensores y practicantes al merecido título de Apóstoles de la Idea del que unos en secreto y otros en voz alta se enorgullecen. Fue a partir de entonces cuando, entre los profesores -sobre todo, de EGB- que en mayor o menor grado creían en la Buena Nueva, se normalizó la innovadora costumbre de dar a los alumnos no ya copia de los exámenes, sino los exámenes mismos una vez corregidos. Sí, habéis leído bien: el mismo examen, y a todos los alumnos, sin necesidad de pedirlo. ¿Por qué lo hacían? Si he de creer lo que argumentaban compañeros míos a los que formulé esta pregunta, por una cuestión de transparencia y también para que los padres conocieran en tiempo real los rendimientos de sus hijos. Contraargumentaba yo que esa práctica suponía los peligros de que les modificasen los exámenes, los perdiesen, fingieran haberlos perdido o (lo más importante) diera la impresión de que el docente se sometía al visto bueno del padre, de que declinaba su condición de último responsable de la evaluación. Esto eran controversias de los años 80 y creo que el tiempo ha venido a darme la razón.
   (2) Cuando estaba bajo el inexistente amparo de aquel director que mentía diciéndonos que estábamos obligados a dar fotocopias de los exámenes, me sucedieron cosas como tener agrios encontronazos con padres que venían a pedírmelas sin tener derecho, o entrar cierta mañana de septiembre en el centro y encontrarme con un alumno que jamás había sacado más de un dos en mi asignatura y que había suspendido cinco las dos veces que había hecho 2º de ESO, el cual me recibía diciéndome: "Me han dicho mis padres que me tienes que dar una fotocopia del examen". Así, literalmente: mandar a un mocoso sin solvencia como portador de las órdenes destinadas a un profesor. En ambos casos, tenían el paraguas de la confusión creada por la dirección del centro. Tal vez la existencia de una norma evite estas grotescas situaciones.
  (3) De hecho, en Madrid, donde esta cuestión está regulada de manera bastante razonable, es así como se hace; véanse los siguientes documentos, ambos de gran importancia y que a todo docente madrileño le conviene conocer:
 -Normativa para la ESO: Orden 2398/2016 de 22 de julio:
http://www.madrid.org/wleg_pub/secure/normativas/contenidoNormativa.jsf?opcion=VerHtml&nmnorma=9459&cdestado=P#no-back-button 
Lo relativo a las fotocopias aparece en el art. 42, punto 6. 
   -Normativa para Bachillerato: Orden 2582/2016 de 17 de agosto (actualizada a 9 de abril de 2018):
http://www.madrid.org/wleg_pub/secure/normativas/contenidoNormativa.jsf?opcion=VerHtml&nmnorma=9476&cdestado=P#no-back-button 
Lo de las fotocopias está en el artículo 35, punto 6.

martes, 29 de enero de 2019

Manipular a Pardo Bazán

   Leo el "El País" una columna titulada ¿Qué diría doña Emilia? en la que su autora, Edurne Portela, nos recuerda que la gran escritora decimonónica reflejó y criticó numerosas veces en sus obras de distinto género los sufrimientos y las injusticias que padecían las mujeres de su época. Al hilo de este razonamiento, hace referencia a un cuento suyo titulado El revólver, un relato en el que, a pesar de sus exiguas dos páginas, Pardo Bazán tiene espacio suficiente para sacar a escena actos que hoy reconocemos como ingredientes genuinos de la conducta típica del maltratador. El personaje femenino que narra su calvario, a los ojos de su celoso marido, peca tanto si sale como si se queda en casa, o si ríe como si llora. Desvela que llega un momento en el cual se halla en estos extremados términos que por desgracia hoy nos suenan de demasiadas noticias e informes: "Privada de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi propia familia". En la cima de su desvarío, el marido, tras una escena de celos, después de reiterarle su amor por ella, le enseña  una pistola y le anuncia que, si un día nota algo "que le hiera el alma", irá en el silencio de la noche a darle un tiro en la sien. Tras cuatro angustiosos años, la infeliz esposa se ve liberada de tan tremenda amenaza por la muerte accidental de su marido. Pero poco después se entera de que el revólver no estaba cargado ni podía estarlo. 
   Interpreta Edurne Portela en esta historia que al marido no le hizo falta cargar el revólver para conseguir lo que quería: que su mujer internalizara el miedo de tal forma que perdiera su voluntad. No discuto para nada esta explicación, pero, dado que la columnista de "El País" no añade nada más, siento tener que decir que me parece una interpretación sesgada e incompleta del relato, en el cual, insisto, está eso, pero no está solo eso y veo indicios de que no es lo más importante. Interpretado así, El revólver sería un cuento escrito para condenar los celos, es decir, una especie de relato didáctico de alcance ético, pero yo pienso que en realidad es un cuento de amor, un amor convertido en tragedia por culpa de los celos. Me baso principalmente en los siguientes motivos:
   -Cuando Flora (la protagonista) le cuenta a la persona con la que habla cómo murió su marido, lo hace terminando con estas palabras: "Entonces, solo entonces, comprendí que le quería aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!" Quedan pocas dudas: nos hallamos ante el tópico del amor cuyo poder supera y perdona las injurias y los celos, un tema muy del gusto romántico, y ramalazos románticos se encuentran en cantidad en la obra de la condesa de Pardo Bazán, aun con todo su naturalismo, su realismo y su incondicional admiración por Galdós.
   -Echémosles ahora un vistazo a las palabras del criado que le desvela a Flora que el revólver no estaba cargado: "No, señora; ni me parece que lo ha estado nunca... Como que el pobre señorito ni llegó a comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y luego no se volvió a hablar más del asunto..." Reparemos en el recurso de Pardo Bazán para que al lector no le quede duda de que disculpa a Reinaldo, el marido de Flora: es un personaje desconocedor de la terrible aadvertencia -es decir, objetivo e imparcial-, el criado, quien nos pone al corriente de que la amenaza de muerte no era real. Así, Reinaldo queda no como un potencial asesino, sino como un pobrecillo -"el pobre señorito"- dominado por los celos, pero que se arrepentía de ellos hasta el punto de que ni quería hablar de cosa que se los recordase. 
   -Por último, está algo que jamás se puede pasar por alto al interpretar lo que una obra literaria quiere decirnos: el desenlace, que en este cuento lo constituyen estas dos líneas, las cuales, detalle importante, van inmediatamente después de las palabras del criado: "De modo -añadió la cardiaca- que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la cabeza, sino en mitad del corazón, y crea usted que, a pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona..." Vuelve, creo, a estar muy claro: el mal de esa mujer no procede del maltrato, sino que es un mal de amor contraído por la pérdida y reforzado al entender que su marido estaba enfermo de celos, pero la quería y nunca había tenido intención de matarla. A los ojos de nuestra época esto podremos valorarlo como queramos, pero confirma lo dicho arriba: que lo que nos quiso contar Pardo Bazán fue la historia de un amor trágicamente arruinado por los celos y la muerte, de manera que quedarnos solo con la condena de los celos es entender erróneamente el cuento. Por mucho que nos repugne el maltrato -a Emilia Pardo Bazán sin duda que también le repugnaba- y nos guste o no el enfoque de esta historia sobre los celos enfermizos, no podemos ganar para nuestra causa a un clásico haciéndole decir solo la mitad de lo que dijo y desvirtuando con ello seriamente su mensaje. 
   

martes, 22 de enero de 2019

El taxi de los conflictos y un conflicto con un taxi

   Tomo prestado para este artículo el título de una comedia del año 1969, de la que os dejo el cartel en plan nostálgico:
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  Naturalmente, habréis entendido que en realidad de lo que quiero hablar no es de El taxi de los conflictos, sino de los conflictos del taxi, o sea, del tremendo follón que han montado los taxistas en los últimos días, aunque viene ya de lejos y lo de ahora es simplemente la última muestra de los extremos a los que están dispuestos a llegar quienes están llevando a cabo las movilizaciones. No hará falta que os diga que lo que pretendo aquí no es descalificar ni al sector en su conjunto ni a los miles de taxistas educados y pacíficos que existen, pero tampoco pienso ocultar mi absoluto rechazo y antipatía hacia las acciones que estamos presenciando con los pelos de punta y hacia el comportamiento cavernícola de buena parte de los que participan en ellas. Ya de por sí es bastante grave el chantaje a toda la sociedad que representa la pretensión de estos señores de paralizar el tráfico de las ciudades (en este momento, Madrid y Barcelona), el dejar desasistidos de transporte los aeropuertos y estaciones (porque ¡ay del que ose acercarse por allí a hacer lo que ellos se niegan a hacer!) y el amenazar con arruinar la ya próxima edición de FITUR, un evento internacional que importa mucho a la economía y el prestigio de España, pero lo que ya resulta inadmisible es la violenta intimidación que los huelguistas están imponiendo no solo sobre sus competidores, sino también sobre los usuarios. Esta violencia, que, como sabréis, ha alcanzado también a algunos miembros de las fuerzas de seguridad, retrata a sus autores como unos energúmenos sin justificación posible y ha tenido múltiples episodios, de los que os dejo tres ejemplos: el hostigamiento a Albert Rivera y el ataque a un transporte para minusválidos (podéis verlo en este artículo) y el asunto de la "chinita" que lanzaron contra el vehículo en el que viajaba la hija de Carlos Sainz: para haber matado a alguien, mirad, si no me creéis, lo que cuenta el conductor y las imágenes del pedrusco que les tiró el descerebrado que fuera. 
    Desconozco los pormenores de este conflicto, pero estoy convencido de que los taxistas lo van a perder. En primer lugar, porque no tienen razón: ¿os imagináis, por ejemplo, que, cuando hace unos años empezaron a abrirse hamburgueserías, los hosteleros la hubiesen emprendido a pedradas con establecimientos y clientes y hubiesen pretendido que las autoridades les impusieran a sus nuevos competidores unas condiciones asfixiantes? Habría sido una burrada, ¿verdad? Pues no muy distinto es lo que están haciendo hoy los taxistas. En segundo lugar, por su comportamiento cerril, que los descalifica por completo. Y además de perder el conflicto, me temo que van a perder el prestigio, mejor dicho: eso lo están perdiendo ya día a día. En realidad, lo único que les está dando oxígeno es la lamentable tolerancia que los responsables políticos están ofreciendo ante sus desmanes y sus descabelladas pretensiones, pero cada vez sorprende menos la pasividad de los gobernantes españoles de hoy con los cavernícolas, así nos va.  
    Haría bien el sector del taxi en emprender una buena autocrítica y una regeneración más buena aún, porque lo cierto es que existen dentro de él demasiados elementos que no tratan bien ni a sus propios usuarios, basta con ver el torrente de quejas que se ha desatado en los foros a raíz de los eventos de los últimos meses. Yo mismo, que apenas cojo taxis, tuve ocasión hace nada de presenciar un lamentable incidente. Pasaba junto a una parada de autobús en la que había bastantes personas y, al trasponerla, vi que unos chicos estaban ayudando a levantarse a una señora que estaba caída en la calzada, junto a la acera. Me acerqué a ayudar yo también y así me enteré de lo que había ocurrido: como tenía un poco de prisa y veía que el conductor remoloneaba ostensiblemente y hacía lo posible por que se le cerrasen los semáforos, la mujer le pidió que fuera un poco más rápido; como insistía, el taxista se puso a gritarle y la echó del coche, dejándola como yo la vi: tirada en el asfalto (no me quedó claro si la empujó o la hizo caer al poner en marcha el vehículo mientras ella se bajaba). Luego salió zumbando, tan deprisa que ni los chicos pudieron verle la matrícula. La señora tuvo bastante suerte, porque no sufrió ningún descalabro, pero, aun así, yo le recomendé que denunciara el hecho. No estoy fabulando: ocurrió en Madrid, en el cruce entre las calles Ramón y Cajal y Torrelaguna, a las 14:35 del jueves 17 de enero. A lo mejor estas cositas también influyen en que cada vez más gente prefiera esas plataformas que tanto disgustan a los taxistas: ¿están seguros de que lo suyo se arregla a pedradas?       

jueves, 10 de enero de 2019

Praxis educativa. 27: la importancia de las notas

   Leía hace unos días un artículo acerca de las calificaciones escolares en el que se hacían interesantes consideraciones en torno a ellas, la autoestima del alumno y la competitividad. Por un lado, se censuraba la insensatez de pretender, so pretexto de no herir la autoestima de quienes obtenían malas notas,  que no se dieran calificaciones, mientras que por otro se valoraba lo que de positivo y negativo puede haber en el encumbramiento de los mejores y otros procedimientos competitivos. No puede negarse que la autoestima y la competitividad están relacionadas con las notas pero, al menos en lo que se refiere a la enseñanza normal y corriente, es decir, a esa que se imparte en colegios e institutos -no entro en el escalón de la universidad, que, al ser un nivel superior y de adultos, debe regirse por criterios muy distintos-, son elementos accesorios que en nada deberían condicionar ni menos aún entorpecer el hecho de poner notas y tendrían en todo caso que recibir una atención circunstancial y secundaria. 
     Para evitar espejismos y prácticas indebidas, deberíamos tener en cuenta el punto del que partimos, que está muy claro y no es otro que este: nuestros alumnos no van a los centros para ver quién es el que lo hace todo más maravillosamente mejor, ni para pasar el rato en contacto con el saber sin más finalidad que entretenerse, ni para alimentar el ego de los chicos diez, ni para que se detecte cuáles son los que tienen su autoestima herida por los suspensos para que así podamos correr raudos a envolverla con los vendajes de la comprensión, la compasión y la protección de datos: nada de eso: nuestros alumnos van a los colegios e institutos a aprender, y para que esto pueda conseguirse es imprescindible que con cierta periodicidad se compruebe (por parte de los profesores, quienes, más que a  enseñar, a lo que van a los centros es a hacer que los alumnos aprendan) el nivel de adquisición de los conocimientos, que se recogerá en unas pruebas y se reflejará a través de unas notas. Es algo tan sencillo como eso: no hay enseñanza sin evaluación, y no hay evaluación que merezca tal nombre sin calificaciones. Que existan hoy prácticas pedagógicas que dan la espalda a esta realidad indudable y que se abran debates acerca de la conveniencia de poner notas o incluso de la posibilidad de suprimirlas es simplemente una prueba más de que en la enseñanza reina en la actualidad una confusión bastante perjudicial.
    En lo referido a la competitividad, es obvio que no es esencial y hasta resulta bastante prescindible, porque, cuando se dan las notas a los alumnos -de lo que sea: exámenes, evaluaciones, cursos...-, se dan para que cada uno conozca sus propios resultados y sepa a qué atenerse, y no para establecer quién es el primero de la clase, el séptimo o el último. Esto no quita que puedan ponerse en práctica procedimientos competitivos en los que el alumno busque no solo el conocimiento, sino también la excelencia, el estar entre los mejores o incluso ser el mejor. Y esto no solo no es malo en sí, sino que además puede ser muy bueno, porque estimula el deseo de aprender y puede por tanto mejorar los aprendizajes, no en vano la palabra "competencia", además del significado de "rivalidad", tiene el de "capacidad". Otra cosa que es muy legítima es la valoración por parte del profesor de los méritos de los mejores, tanto por darles el merecido reconocimiento como por fomentar en todos la inclinación hacia las cosas bien hechas. Esto, naturalmente, debe hacerse con tacto y sutileza, pues sería contraproducente el conseguir que alguien acabase sonrojándose o el atizar las envidias y pullas que, con más frecuencia de la deseable, tienen como blanco a los buenos estudiantes. Del mismo modo, cualquiera que conozca el mundo de la enseñanza y la conducta de los jóvenes, sabrá perfectamente que, si decidimos  utilizar procedimientos competitivos, habrá que tener mucho cuidado para evitar caer en excesos, pues, desde un punto de vista educativo, sería un fracaso convertir a nuestros alumnos en personas obsesionadas con el éxito o sometidas a presión, o crear un ambiente en el que los menos brillantes acabaran sintiéndose como personajes de segunda.
    Más complicado es lo que se refiere a la autoestima. En el angelical sistema creado por la LOGSE, en el que nadie puede bajo ningún concepto sentirse discriminado, TODO el mundo tiene que ser feliz y TODOS los alumnos tienen que sacarse TODOS los títulos con TODO aprobado, palabras como "autoestima" o "segregación" han acabado haciendo muchísimo daño, esta última porque está en la raíz de la nefasta igualación por abajo a que tan inclinado es nuestro sistema educativo, y la primera, entre otras cosas, por estas famosas palabras de la actual ministra de Educación, doña Isabel Celaa: "El peor castigo  que puede tener una persona es la rebaja de la autoestima", palabras cuyo primer efecto es que uno se pregunte si la señora Celaa está al tanto de las cosas que pasan por el mundo. Lo segundo es preguntarse si doña Isabel será una persona adecuada para su cargo, teniendo en cuenta que esto lo dijo para justificar su propuesta de que se pudiese aprobar el Bachillerato con una asignatura suspensa. Y aquí es donde enlazo con el tema del artículo: es un error y una falacia -y, en boca de una ministra, un acto de injustificable demagogia- considerar que el suspenso tenga que afectar a la autoestima de nadie. Un suspenso es, como cualquier nota, el reflejo de un nivel de adquisición de conocimientos, y, aunque está claro que a nadie le gusta suspender, no significa que quien suspende sea más tonto o más malo que nadie ni que deba sentirse herido en su autoestima. A lo largo de mi andadura profesional, han sido muchas las veces que les he dicho a mis alumnos que debían desdramatizar los suspensos, que no son una cosa buena, pero tampoco son una tragedia, y me he visto obligado a ello porque, por desgracia y como se ve por las palabras de la señora Celaa, está demasiado arraigada en sectores educativos y políticos la nefasta tendencia a añadir a los suspensos un ingrediente de ofensa personal que no tienen o no deberían tener. La corriente que la frase de nuestra ministra abandera es muy poderosa en el mundo educativo -con la consecuencia de que sus errores son muy perjudiciales- y toma esas palabras como argumento para defender disparates como la abolición del suspenso, la supresión de las calificaciones o la sobrecarga dramática sobre las notas. Pero, por muy arriba que estén los defensores de estas insensateces, las notas hay que ponerlas, a los alumnos no les podemos mentir cuando son malas, encubrir los suspensos o convertirlos en aprobados es una falsificación que ha hecho mucho daño a la enseñanza y, por último, proteger la autoestima de nuestros alumnos escamoteándoles realidades adversas como los suspensos que a veces obtienen es poner obstáculos a su maduración, flaco favor que los buenos profesores nunca deben hacerles a sus pupilos.
    Y, a última hora, hay dos grandes verdades sobre las notas que las hacen imprescindibles. La primera la he dicho ya: sería absurdo un sistema educativo que no evaluase, y para evaluar hay que poner notas. Y, naturalmente, sería aberrante además de absurdo evaluar falseando la realidad: los dieces son dieces, los cincos son cincos y los treses son treses, y no hay más. La segunda es que no debemos olvidar que, por otra parte, además de una obligación, las notas son un derecho: el alumno puede exigir que se le digan sus calificaciones, e incluso que se le expliquen. Esto tiene importantes consecuencias. En primer lugar, se carga la pretensión de suprimir el acto de calificar: si un alumno ha hecho una prueba, tiene derecho a saber qué evaluación arroja; aunque algunos lo pretenden, ningún centro puede ser tan superchachi como para no decir las notas por no herir susceptibilidades: no se puede ser melifluo hasta el extremo de ignorar las leyes, que obligan a decir las calificaciones. Otra cosa -en segundo lugar- es la polémica de si deben decirse en voz alta o no y aclararé que en esto yo soy partidario de respetar la intimidad y no cantar las notas, y lo que he hecho siempre ha sido dar a cada alumno su examen ya corregido y calificado, con lo que de paso resolvía el trámite de la aclaración de dudas. Y, cuando se trataba de notas de evaluación o de curso, que no hay más remedio que decirlas en voz alta, siempre empezaba preguntando si había alguien que no quería que dijese las suyas. Y de aquí sale lo que debo decir en tercer y último lugar: que, en realidad, todo ese edificio de la autoestima del alumno y de la susceptibilidad y del cuidado con no decir las notas en voz alta o hacer distingos entre los de sobresaliente y los  de suspenso no es más que una hipócrita estupidez impuesta por la corrección política reinante, estupidez que, como adultos y profesores, nos vemos obligados a respetar, pero que entre los propios alumnos no aguanta ni un segundo, lo digo por lo que he estado viendo durante muchos años. Habrán sido miles las notas que he cantado en voz alta, y no recuerdo más allá de media docena de veces en que alguien me haya pedido que las suyas no las dijera. Por otra parte, me he pasado décadas dando a cada alumno su examen con el fin de no hacer pública la nota de cada cual, cosa que tenía un nulo efecto, pues ellos mismos eran los primeros en romper el secreto enseñándose unos a otros los exámenes, especialmente, los que podría parecer que deberían tener más interés en guardar ese secreto, es decir, los suspensos, ya que eran los que con más ánimos intercambiaban sus exámenes, para comparar las correcciones en busca de posibles arbitrariedades a las que agarrarse para protestar, siempre en vano, huelga decirlo. Si existe algún problema con las notas, no está en las propias notas: búsquese donde proceda, pero no tengamos la frivolidad de crear polémicas infundadas en torno a un elemento indispensable para educar.