Leía hace unos días un artículo acerca de las calificaciones escolares en el que se hacían interesantes consideraciones en torno a ellas, la autoestima del alumno y la competitividad. Por un lado, se censuraba la insensatez de pretender, so pretexto de no herir la autoestima de quienes obtenían malas notas, que no se dieran calificaciones, mientras que por otro se valoraba lo que de positivo y negativo puede haber en el encumbramiento de los mejores y otros procedimientos competitivos. No puede negarse que la autoestima y la competitividad están relacionadas con las notas pero, al menos en lo que se refiere a la enseñanza normal y corriente, es decir, a esa que se imparte en colegios e institutos -no entro en el escalón de la universidad, que, al ser un nivel superior y de adultos, debe regirse por criterios muy distintos-, son elementos accesorios que en nada deberían condicionar ni menos aún entorpecer el hecho de poner notas y tendrían en todo caso que recibir una atención circunstancial y secundaria.
Para evitar espejismos y prácticas indebidas, deberíamos tener en cuenta el punto del que partimos, que está muy claro y no es otro que este: nuestros alumnos no van a los centros para ver quién es el que lo hace todo más maravillosamente mejor, ni para pasar el rato en contacto con el saber sin más finalidad que entretenerse, ni para alimentar el ego de los chicos diez, ni para que se detecte cuáles son los que tienen su autoestima herida por los suspensos para que así podamos correr raudos a envolverla con los vendajes de la comprensión, la compasión y la protección de datos: nada de eso: nuestros alumnos van a los colegios e institutos a aprender, y para que esto pueda conseguirse es imprescindible que con cierta periodicidad se compruebe (por parte de los profesores, quienes, más que a enseñar, a lo que van a los centros es a hacer que los alumnos aprendan) el nivel de adquisición de los conocimientos, que se recogerá en unas pruebas y se reflejará a través de unas notas. Es algo tan sencillo como eso: no hay enseñanza sin evaluación, y no hay evaluación que merezca tal nombre sin calificaciones. Que existan hoy prácticas pedagógicas que dan la espalda a esta realidad indudable y que se abran debates acerca de la conveniencia de poner notas o incluso de la posibilidad de suprimirlas es simplemente una prueba más de que en la enseñanza reina en la actualidad una confusión bastante perjudicial.
En lo referido a la competitividad, es obvio que no es esencial y hasta resulta bastante prescindible, porque, cuando se dan las notas a los alumnos -de lo que sea: exámenes, evaluaciones, cursos...-, se dan para que cada uno conozca sus propios resultados y sepa a qué atenerse, y no para establecer quién es el primero de la clase, el séptimo o el último. Esto no quita que puedan ponerse en práctica procedimientos competitivos en los que el alumno busque no solo el conocimiento, sino también la excelencia, el estar entre los mejores o incluso ser el mejor. Y esto no solo no es malo en sí, sino que además puede ser muy bueno, porque estimula el deseo de aprender y puede por tanto mejorar los aprendizajes, no en vano la palabra "competencia", además del significado de "rivalidad", tiene el de "capacidad". Otra cosa que es muy legítima es la valoración por parte del profesor de los méritos de los mejores, tanto por darles el merecido reconocimiento como por fomentar en todos la inclinación hacia las cosas bien hechas. Esto, naturalmente, debe hacerse con tacto y sutileza, pues sería contraproducente el conseguir que alguien acabase sonrojándose o el atizar las envidias y pullas que, con más frecuencia de la deseable, tienen como blanco a los buenos estudiantes. Del mismo modo, cualquiera que conozca el mundo de la enseñanza y la conducta de los jóvenes, sabrá perfectamente que, si decidimos utilizar procedimientos competitivos, habrá que tener mucho cuidado para evitar caer en excesos, pues, desde un punto de vista educativo, sería un fracaso convertir a nuestros alumnos en personas obsesionadas con el éxito o sometidas a presión, o crear un ambiente en el que los menos brillantes acabaran sintiéndose como personajes de segunda.
Más complicado es lo que se refiere a la autoestima. En el angelical sistema creado por la LOGSE, en el que nadie puede bajo ningún concepto sentirse discriminado, TODO el mundo tiene que ser feliz y TODOS los alumnos tienen que sacarse TODOS los títulos con TODO aprobado, palabras como "autoestima" o "segregación" han acabado haciendo muchísimo daño, esta última porque está en la raíz de la nefasta igualación por abajo a que tan inclinado es nuestro sistema educativo, y la primera, entre otras cosas, por estas famosas palabras de la actual ministra de Educación, doña Isabel Celaa: "El peor castigo que puede tener una persona es la rebaja de la autoestima", palabras cuyo primer efecto es que uno se pregunte si la señora Celaa está al tanto de las cosas que pasan por el mundo. Lo segundo es preguntarse si doña Isabel será una persona adecuada para su cargo, teniendo en cuenta que esto lo dijo para justificar su propuesta de que se pudiese aprobar el Bachillerato con una asignatura suspensa. Y aquí es donde enlazo con el tema del artículo: es un error y una falacia -y, en boca de una ministra, un acto de injustificable demagogia- considerar que el suspenso tenga que afectar a la autoestima de nadie. Un suspenso es, como cualquier nota, el reflejo de un nivel de adquisición de conocimientos, y, aunque está claro que a nadie le gusta suspender, no significa que quien suspende sea más tonto o más malo que nadie ni que deba sentirse herido en su autoestima. A lo largo de mi andadura profesional, han sido muchas las veces que les he dicho a mis alumnos que debían desdramatizar los suspensos, que no son una cosa buena, pero tampoco son una tragedia, y me he visto obligado a ello porque, por desgracia y como se ve por las palabras de la señora Celaa, está demasiado arraigada en sectores educativos y políticos la nefasta tendencia a añadir a los suspensos un ingrediente de ofensa personal que no tienen o no deberían tener. La corriente que la frase de nuestra ministra abandera es muy poderosa en el mundo educativo -con la consecuencia de que sus errores son muy perjudiciales- y toma esas palabras como argumento para defender disparates como la abolición del suspenso, la supresión de las calificaciones o la sobrecarga dramática sobre las notas. Pero, por muy arriba que estén los defensores de estas insensateces, las notas hay que ponerlas, a los alumnos no les podemos mentir cuando son malas, encubrir los suspensos o convertirlos en aprobados es una falsificación que ha hecho mucho daño a la enseñanza y, por último, proteger la autoestima de nuestros alumnos escamoteándoles realidades adversas como los suspensos que a veces obtienen es poner obstáculos a su maduración, flaco favor que los buenos profesores nunca deben hacerles a sus pupilos.
Y, a última hora, hay dos grandes verdades sobre las notas que las hacen imprescindibles. La primera la he dicho ya: sería absurdo un sistema educativo que no evaluase, y para evaluar hay que poner notas. Y, naturalmente, sería aberrante además de absurdo evaluar falseando la realidad: los dieces son dieces, los cincos son cincos y los treses son treses, y no hay más. La segunda es que no debemos olvidar que, por otra parte, además de una obligación, las notas son un derecho: el alumno puede exigir que se le digan sus calificaciones, e incluso que se le expliquen. Esto tiene importantes consecuencias. En primer lugar, se carga la pretensión de suprimir el acto de calificar: si un alumno ha hecho una prueba, tiene derecho a saber qué evaluación arroja; aunque algunos lo pretenden, ningún centro puede ser tan superchachi como para no decir las notas por no herir susceptibilidades: no se puede ser melifluo hasta el extremo de ignorar las leyes, que obligan a decir las calificaciones. Otra cosa -en segundo lugar- es la polémica de si deben decirse en voz alta o no y aclararé que en esto yo soy partidario de respetar la intimidad y no cantar las notas, y lo que he hecho siempre ha sido dar a cada alumno su examen ya corregido y calificado, con lo que de paso resolvía el trámite de la aclaración de dudas. Y, cuando se trataba de notas de evaluación o de curso, que no hay más remedio que decirlas en voz alta, siempre empezaba preguntando si había alguien que no quería que dijese las suyas. Y de aquí sale lo que debo decir en tercer y último lugar: que, en realidad, todo ese edificio de la autoestima del alumno y de la susceptibilidad y del cuidado con no decir las notas en voz alta o hacer distingos entre los de sobresaliente y los de suspenso no es más que una hipócrita estupidez impuesta por la corrección política reinante, estupidez que, como adultos y profesores, nos vemos obligados a respetar, pero que entre los propios alumnos no aguanta ni un segundo, lo digo por lo que he estado viendo durante muchos años. Habrán sido miles las notas que he cantado en voz alta, y no recuerdo más allá de media docena de veces en que alguien me haya pedido que las suyas no las dijera. Por otra parte, me he pasado décadas dando a cada alumno su examen con el fin de no hacer pública la nota de cada cual, cosa que tenía un nulo efecto, pues ellos mismos eran los primeros en romper el secreto enseñándose unos a otros los exámenes, especialmente, los que podría parecer que deberían tener más interés en guardar ese secreto, es decir, los suspensos, ya que eran los que con más ánimos intercambiaban sus exámenes, para comparar las correcciones en busca de posibles arbitrariedades a las que agarrarse para protestar, siempre en vano, huelga decirlo. Si existe algún problema con las notas, no está en las propias notas: búsquese donde proceda, pero no tengamos la frivolidad de crear polémicas infundadas en torno a un elemento indispensable para educar.
En lo referido a la competitividad, es obvio que no es esencial y hasta resulta bastante prescindible, porque, cuando se dan las notas a los alumnos -de lo que sea: exámenes, evaluaciones, cursos...-, se dan para que cada uno conozca sus propios resultados y sepa a qué atenerse, y no para establecer quién es el primero de la clase, el séptimo o el último. Esto no quita que puedan ponerse en práctica procedimientos competitivos en los que el alumno busque no solo el conocimiento, sino también la excelencia, el estar entre los mejores o incluso ser el mejor. Y esto no solo no es malo en sí, sino que además puede ser muy bueno, porque estimula el deseo de aprender y puede por tanto mejorar los aprendizajes, no en vano la palabra "competencia", además del significado de "rivalidad", tiene el de "capacidad". Otra cosa que es muy legítima es la valoración por parte del profesor de los méritos de los mejores, tanto por darles el merecido reconocimiento como por fomentar en todos la inclinación hacia las cosas bien hechas. Esto, naturalmente, debe hacerse con tacto y sutileza, pues sería contraproducente el conseguir que alguien acabase sonrojándose o el atizar las envidias y pullas que, con más frecuencia de la deseable, tienen como blanco a los buenos estudiantes. Del mismo modo, cualquiera que conozca el mundo de la enseñanza y la conducta de los jóvenes, sabrá perfectamente que, si decidimos utilizar procedimientos competitivos, habrá que tener mucho cuidado para evitar caer en excesos, pues, desde un punto de vista educativo, sería un fracaso convertir a nuestros alumnos en personas obsesionadas con el éxito o sometidas a presión, o crear un ambiente en el que los menos brillantes acabaran sintiéndose como personajes de segunda.
Más complicado es lo que se refiere a la autoestima. En el angelical sistema creado por la LOGSE, en el que nadie puede bajo ningún concepto sentirse discriminado, TODO el mundo tiene que ser feliz y TODOS los alumnos tienen que sacarse TODOS los títulos con TODO aprobado, palabras como "autoestima" o "segregación" han acabado haciendo muchísimo daño, esta última porque está en la raíz de la nefasta igualación por abajo a que tan inclinado es nuestro sistema educativo, y la primera, entre otras cosas, por estas famosas palabras de la actual ministra de Educación, doña Isabel Celaa: "El peor castigo que puede tener una persona es la rebaja de la autoestima", palabras cuyo primer efecto es que uno se pregunte si la señora Celaa está al tanto de las cosas que pasan por el mundo. Lo segundo es preguntarse si doña Isabel será una persona adecuada para su cargo, teniendo en cuenta que esto lo dijo para justificar su propuesta de que se pudiese aprobar el Bachillerato con una asignatura suspensa. Y aquí es donde enlazo con el tema del artículo: es un error y una falacia -y, en boca de una ministra, un acto de injustificable demagogia- considerar que el suspenso tenga que afectar a la autoestima de nadie. Un suspenso es, como cualquier nota, el reflejo de un nivel de adquisición de conocimientos, y, aunque está claro que a nadie le gusta suspender, no significa que quien suspende sea más tonto o más malo que nadie ni que deba sentirse herido en su autoestima. A lo largo de mi andadura profesional, han sido muchas las veces que les he dicho a mis alumnos que debían desdramatizar los suspensos, que no son una cosa buena, pero tampoco son una tragedia, y me he visto obligado a ello porque, por desgracia y como se ve por las palabras de la señora Celaa, está demasiado arraigada en sectores educativos y políticos la nefasta tendencia a añadir a los suspensos un ingrediente de ofensa personal que no tienen o no deberían tener. La corriente que la frase de nuestra ministra abandera es muy poderosa en el mundo educativo -con la consecuencia de que sus errores son muy perjudiciales- y toma esas palabras como argumento para defender disparates como la abolición del suspenso, la supresión de las calificaciones o la sobrecarga dramática sobre las notas. Pero, por muy arriba que estén los defensores de estas insensateces, las notas hay que ponerlas, a los alumnos no les podemos mentir cuando son malas, encubrir los suspensos o convertirlos en aprobados es una falsificación que ha hecho mucho daño a la enseñanza y, por último, proteger la autoestima de nuestros alumnos escamoteándoles realidades adversas como los suspensos que a veces obtienen es poner obstáculos a su maduración, flaco favor que los buenos profesores nunca deben hacerles a sus pupilos.
Y, a última hora, hay dos grandes verdades sobre las notas que las hacen imprescindibles. La primera la he dicho ya: sería absurdo un sistema educativo que no evaluase, y para evaluar hay que poner notas. Y, naturalmente, sería aberrante además de absurdo evaluar falseando la realidad: los dieces son dieces, los cincos son cincos y los treses son treses, y no hay más. La segunda es que no debemos olvidar que, por otra parte, además de una obligación, las notas son un derecho: el alumno puede exigir que se le digan sus calificaciones, e incluso que se le expliquen. Esto tiene importantes consecuencias. En primer lugar, se carga la pretensión de suprimir el acto de calificar: si un alumno ha hecho una prueba, tiene derecho a saber qué evaluación arroja; aunque algunos lo pretenden, ningún centro puede ser tan superchachi como para no decir las notas por no herir susceptibilidades: no se puede ser melifluo hasta el extremo de ignorar las leyes, que obligan a decir las calificaciones. Otra cosa -en segundo lugar- es la polémica de si deben decirse en voz alta o no y aclararé que en esto yo soy partidario de respetar la intimidad y no cantar las notas, y lo que he hecho siempre ha sido dar a cada alumno su examen ya corregido y calificado, con lo que de paso resolvía el trámite de la aclaración de dudas. Y, cuando se trataba de notas de evaluación o de curso, que no hay más remedio que decirlas en voz alta, siempre empezaba preguntando si había alguien que no quería que dijese las suyas. Y de aquí sale lo que debo decir en tercer y último lugar: que, en realidad, todo ese edificio de la autoestima del alumno y de la susceptibilidad y del cuidado con no decir las notas en voz alta o hacer distingos entre los de sobresaliente y los de suspenso no es más que una hipócrita estupidez impuesta por la corrección política reinante, estupidez que, como adultos y profesores, nos vemos obligados a respetar, pero que entre los propios alumnos no aguanta ni un segundo, lo digo por lo que he estado viendo durante muchos años. Habrán sido miles las notas que he cantado en voz alta, y no recuerdo más allá de media docena de veces en que alguien me haya pedido que las suyas no las dijera. Por otra parte, me he pasado décadas dando a cada alumno su examen con el fin de no hacer pública la nota de cada cual, cosa que tenía un nulo efecto, pues ellos mismos eran los primeros en romper el secreto enseñándose unos a otros los exámenes, especialmente, los que podría parecer que deberían tener más interés en guardar ese secreto, es decir, los suspensos, ya que eran los que con más ánimos intercambiaban sus exámenes, para comparar las correcciones en busca de posibles arbitrariedades a las que agarrarse para protestar, siempre en vano, huelga decirlo. Si existe algún problema con las notas, no está en las propias notas: búsquese donde proceda, pero no tengamos la frivolidad de crear polémicas infundadas en torno a un elemento indispensable para educar.
Pero hombre, ahora que Celaá ha blindado a las autonomías y se va a eliminar la asignatura de español en los colegios de media España, a efectos reales, de población, para acabar con ese odioso país, seremos la admiración mundial!
ResponderEliminar¡Universal! (Incluidos universos paralelos).
EliminarAlucinante que con un gobierno casi provisional se pretendan llevar a cabo reformas educativas que tendrían largo recorrido. Y encima asumiendo las mamarrachadas de no poner notas, no herir la autoestima. Se están asumiendo las idioteces más absurdas de los pedabobos, con las lamentables consecuencias que ello implica. No poner notas es simplemente estafar a los alumnos y a las familias, engañar. Coincido plenamente con lo que dices. Pero lo más grave es que con todo el ruido que hay en el país sobre otros asuntos esta pavada ha pasado desapercibida.
ResponderEliminarEs que esta Celaa lleva camino de convertirse en la ministra de Educación más catastrófica de la democracia, y mira que este título tiene sólidos candidatos. Aparte de su disparatada pretensión de hacer una nueva ley en 14 meses y con los apoyos con que cuenta, parece ya claro que está dispuesta a regalarle a Torra y su banda todos los derechos en materia de normativa lingüística:
Eliminarhttps://www.vozpopuli.com/altavoz/educacion/bargallo-ley-celaa-generalitat-linguistica_0_1213979238.html
Como otras veces, nos lo querían ocultar, pero esos amigos tan fiables que se ha buscado el Gobierno lo han ido pregonando.