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domingo, 29 de marzo de 2020

El aprobado general causaría un grave perjuicio

    Me quejaba hace nada de "El País" por la ligereza con que sirve de plataforma a propuestas educativas disparatadas, pero ¡anda que el ABC...! Hace pocos días, se despachó dando apoyo a una insensatez que viene circulando desde que se suspendieron las clases: la de que este curso debería darse un aprobado general, y lo hizo en una entrevista al sociólogo Jaume Carbonell, un veterano del pedagogismo que incluso ha sido miembro del Consejo Escolar de Estado: uno no se explica que alguien con este historial defienda semejante despropósito. Lo que sí se explica, cuando el director incombustible de Cuadernos de Pedagogía cae en semejante ligereza y se queda tan ancho, es el frívolo desparpajo con que el pedagogismo lanza al mundo sus ensoñaciones: está claro que no reflexionan ni un segundo sobre las consecuencias que puedan tener sobre sus potenciales receptores, esos alumnos de carne y hueso que estudian en los colegios, institutos y universidades. 
      Antes de escribir una línea más, quiero decirlo bien alto: el aprobado general sería un disparate que haría mucho daño a sus supuestos beneficiarios y espero que las autoridades educativas no caigan en la tentación de decretarlo. El señor Carbonell lo defiende manipulando cínicamente argumentos como que hay que vivir la vida con más calma, máxima con la que estoy de acuerdo al cien por cien, pero que en nada se vería perjudicada por hacer a los estudiantes una evaluación equilibrada y razonable al final de curso, cosa que los profesionales al cargo de los diversos niveles están muy capacitados para preparar, que no lo dude el señor Carbonell. Toma luego como rehenes a las familias más desfavorecidas y hasta los ERTES: ¡basta ya de proteccionismo hipócrita! Los alumnos más pobres no necesitan para nada que se les anule permanentemente con una caridad babosa, ya que pueden y deben hacer frente a las dificultades, eso es aprender en la vida. En esta misma estela, habla también de que quienes no tienen fácil acceso a internet estarán en desventaja, pero yo creo que eso no debería preocuparle, porque existen formas de cubrir las carencias de esas nuevas tecnologías que tanto venera el pedagogismo, que también las tienen. Produce además indignación ver como, a todo lo largo de la entrevista, este sociopedagogo no desprecia una sola ocasión de sacar provecho de la dramática situación actual para hacer propaganda de los supuestos beneficios de la innovación pedagógica, un oportunismo de absoluta bajeza moral. Para que veáis hasta qué niveles alcanza el cinismo de este señor, os reproduzco dos citas literales. Acerca de los alumnos de Bachillerato que se hayan esforzado más y crean que el aprobado general les premiará igual que a los que no han estudiado, dice:
     Lo entiendo y es razonable. Nos hemos obsesionado con las notas. Pero ahora es el momento de otros valores que estamos aprendiendo: solidaridad, empatía, generosidad... Si ese otro compañero no ha querido o no ha podido, es otro debate.
     Me pregunto con desolación: ¿y este señor, con estos planteamientos, fue durante cinco años miembro del Consejo Escolar de Estado? Llamo la atención además sobre cómo practica la empatía que predica: la incoherencia es muy típica de los innovadores educativos. Ved ahora lo que dice acerca del aprobado general en la universidad:
      Pongamos un ejemplo: aprobado general en la universidad. El que esté en primer curso, tendrá que currárselo más en los próximos años.
       Qué propuestas, qué superficialidad, qué lenguaje. Se comenta solo. 
      Conclusión: las notas... ¡a la basura!, es lo que le dice el entrevistador (que también tiene lo suyo) a este septuagenario que tiene que hacer frente a cero responsabilidades en la escuela y por eso se permite ir soltando insensateces. Debería avergonzarse un diario como ABC de servirles de altavoz.
       Es inexcusable que en este curso haya calificaciones, porque, digan lo que digan ABC y ciertos pedagogos, no hay nada más estéril y desaconsejable en educación que la perspectiva de que el aprobado se va a obtener se haga lo que se haga: conduce inevitablemente a que la mayoría de los alumnos no hagan ni aprendan nada, es decir, al curso perdido. Huelga decir que las especiales circunstancias deberán condicionar que los instrumentos y procedimientos de evaluación hayan de ser también especiales, pero quienes mejor saben cuáles habrán de ser y a buen seguro ya estarán meditándolos son los propios profesores, que, a diferencia de don Jaume Carbonell, son conscientes de que eso constituye una responsabilidad que no pueden eludir, y sabrán hacerle frente con éxito, no me cabe la menor duda, pues estoy hablando de un colectivo de probada profesionalidad. En el fondo, toda esta absurda y demencial especulación sobre el aprobado general obedece a algo muy típico de los pedagogos como el señor Carbonell: su desprecio hacia el profesorado, pues parece que ni por un instante se le haya pasado por la cabeza que tenga capacidad para resolver este problema. Todo esto vale para Primaria y Secundaria, pero, si hablamos de la Universidad, cabe además preguntarse: ¿en qué concepto tiene el señor Carbonell a las personas adultas que estudian en esa etapa? ¿Los considera unos menguados o unos inconscientes incapaces de comprender la delicadeza de la situación y la necesidad de su compromiso personal para hacerle frente? Ya le digo yo que no son así. Os contaré además una anécdota: en el curso 1974-75, hacía yo primero de mi carrera y hubo un prolongado cierre que nos hizo perder muchas clases. Solo los más irresponsables o los pescadores de río revuelto dieron la matraca con el aprobado general, que, por supuesto, no se concedió: en julio (si la memoria no me falla) tuvimos que hacer frente a los exámenes programados por los profesores. Los que iban preparados los aprobaron y los que no habían estudiado o los jetas los suspendieron, como debe ser. También hubo unos pocos que suspendieron porque no tuvieron su día, qué se le va a hacer, para eso está septiembre. Y a nadie se le ocurrió reaccionar con lloriqueos o sandeces como las de esta entrevista: la formación universitaria es tarea seria y de personas maduras, no un jueguecito de currárselo el año que viene y ocurrencias por el estilo. 
        

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