Empieza fuerte Tiempo de silencio. Recuerdo que la primera vez que la leí -con dieciocho años y en segundo curso de Filología-, ya desde el comienzo ni me enteraba de por dónde me venían, con ese bombardeo de cosas inconexas y diversas cuyo único denominador común es el foco del narrador-protagonista, que a la vez relata hechos en primera o tercera persona (Sonaba el teléfono y he oído el timbre.), introduce los diálogos usando comillas en lugar de guiones, pero unas veces con verba dicendi (He dicho: "Amador") y otras sin ellos ("¿Por qué se ríe, Amador? ¿De qué se ríe usted?"), o sirviéndose, como hace a continuación, del estilo indirecto libre (Sí, ya sé, ya, Se acabaron los ratones.). También aparece por ahí algo que no sé si será monólogo interior o hablar consigo mismo, como cuando, después de un nuevo vistazo por el microscopio, el personaje constata para sus adentros: "Claro, cancerosa". Y no falta la revelación de las reflexiones que lo que ocurre le suscita, el fluir de la conciencia, como en ese irónico ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca, espera que fructifiquen los cerebros y los ríos?, producto de la penuria que al protagonista, un joven investigador médico, le acarrea su lastimosa carencia de medios. Para los que hayáis leído la novela, excuso decir que todo este arsenal lo he sacado de la primera página, y ya antes de voltearla, en aquella primavera de 1976 en que calculo que lo hice cuando era un estudiante, sospeché que me estaba enfrentando a un buen reto.
Y acerté: Tiempo de silencio, con sus doscientas cuarenta páginas amazacotadas (hablo de la 10ª edición, publicada por Seix Barral en 1974) y su elaboradísimo estilo, es una novela difícil y que exige mucha concentración al lector, pero es necesario recalcar que también tuvo que representar un reto para el escritor, un reto sin duda colosal, por su compleja estructura, la variedad de sus registros estilísticos y léxicos, su rico vocabulario y la a menudo intrincada sintaxis. Luis Martín Santos debió de ser un hombre de gran talento. Nació en 1924, y con veintitrés años era doctor en Medicina, con veintisiete dirigía el Sanatorio Psiquiátrico de San Sebastián y con treinta y ocho, en 1962, publicaba Tiempo de silencio: no es fácil conseguir tanto en tan poco tiempo, así que, aparte de la tragedia personal, su muerte en accidente de tráfico en 1964 representó una gran pérdida para la literatura española. Hay que reparar además en las fechas y las intenciones artísticas. Cuando se publicó, esta novela tuvo algo de revolucionaria para la narrativa española, porque era muy diferente a lo visto hasta entonces y sus procedimientos abrían caminos en gran parte nuevos y desconocidos. Esto fue otro reto vencido por su autor, que sin duda era muy consciente de la necesidad de renovación en nuestro lenguaje literario de entonces y lanzó su propia propuesta: Tiempo de silencio, pero esto no le salió de chiripa, sino que lo hizo de forma plenamente consciente, ahí está esa frase, ese mil veces citado "Hay que leer el Ulysses". No obstante, agarrémonos a la frasecita con precaución, porque está pueste en boca de Pedro, el protagonista, en una situación en la que por esa boca ya ha circulado bastante ginebra y él se permite unos "jueguecillos estéticos" para hacerse el enterado ante una jovencita guapa, interesada por la literatura y que ha leído a Proust. Hay ahí mucha ironía -uno de los recursos más presentes en la novela-, la suficiente como para que resulte temerario eso tan repetido de que Tiempo de silencio va tras las huellas de Ulises.
Porque, además, es verdad que la abundancia de referentes culturales o el construir la novela en torno a una especie de paseo por su microcosmos próximo está en ambas obras, pero eso, para empezar, no es privativo de ellas y, por otra parte, la intención de ambos paseos es muy distinta, por no hablar de otra semejanza: las referencias clásicas, las que más directamente enlazan con el mito homérico, que para Joyce son fundamentales, mientras que Martín Santos las coloca sobre todo en boca de Matías (amigo de Pedro), un buen muchacho y de una cultura -clásica en especial- admirable, pero también un redomado botarate, lo que interpreto como una punzante ironía de Martín Santos hacia el irlandés. Por dejar atrás esta cuestión, otra de las grandes diferencias entre ambas obras es que Ulises no saben muy bien lo que quiere decir ni lo que cuenta ni sus propios admiradores (lo que, a mi juicio, es su mayor defecto, si bien he de reconocer que para muchos es parte de lo que la convierte en una cumbre de la litertura universal), mientras que Tiempo de silencio puede interpretarse muy bien, lo que no significa ni de lejos que sea una obra simple, monolítica o unívoca, como facilmente puede desprenderse de todo lo que he dicho hasta aquí: muy al contrario, es bastante compleja.
¿Y qué nos cuenta Tiempo de silencio? El viaje homérico de Pedro, su protagonista, empieza por culpa de esas carencias de las que hablaba al principio: se ha quedado sin ratoncitos para sus investigaciones y no tiene presupuesto para más, pero ahí surge Amador, un subalterno apicarado de la institución en la que trabaja que le dice que un tal Muecas (uno que trabajó eventualmente en ese sitio) los cría Dios sabe cómo en su chabola (la acción transcurre en 1949). Joven e ingenuo como es, Pedro tiene la ocurrencia de irse a ver al Muecas para comprarle ratones, lo que constituye un error mucho más grande de lo que estáis imaginando quienes no hayáis leído la novela. Sobre el mundo cimentado en está columna vertebral, se van engarzando otros de los ambientes en los que Pedro se mueve, y con esta agregación construye Martín Santos el mosaico con que nos presenta la variopinta vida del Madrid de la época, con rincones resplandecientes y tenebrosos, tristes y alegres, sórdidos y dignos, pero con demasiada miseria y mediocridad envolviéndolo todo. Podríamos pensar que el título apunta hacia esto, y no estaríamos del todo equivocados, pero, para orientarnos mejor, finalizaré con una cita sacada de las páginas finales:
La bomba no mata con el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o con los rayos de deutones, o con los rayos gamma o con los rayos cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo. También castran como los rayos X, pero yo, ya, total, para qué. Es un tiempo de silencio. La mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. Va traqueteando y no es un avión supersónico, de los que van por la estratosfera, en los que se hace un castillo de naipes sin vibraciones a veinte mil metros de altura. Por aquí abajo nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos que ponernos silenciosamente a esperar silenciosamente que los años vayan pasando y que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del mundo.