A pesar de lo que me gusta el cine, hace ya casi cinco años que escribí el anterior artículo sobre una película, la muy prescindible El último superviviente, y casi nueve desde Mis diez mejores películas de terror, artículo que cito porque la cinta de la que voy a hablar hoy, Midsommar, de Ari Aster, es también de ese género.
La película no es desconocida, aunque solo sea por el afortunado y sugerente cartel que reproduzco aquí arriba y que, al menos en Madrid, hemos visto en decenas de anuncios en el metro o en la calle, y digo lo de sugerente porque ¿quién no va a sentir curiosidad por ir a ver la película para enterarse de lo que le pasa a esa pobre chica, de qué hay detrás de la antítesis manifestada por la guirnalda de flores y el rostro lloroso? Como reclamo, es un gran acierto.
Aunque hay voces discrepantes, Midsommar ha obtenido en general críticas favorables, a las que me uno. Es una historia de terror muy desasosegante y atípica: no esperéis sustos ni entes diabólicos, y olvidaos de las habituales escenificaciones tenebrosas o sombrías, pues en esta película casi todo ocurre a la luz del día, como se sugiere, de nuevo con sutileza y acierto, en el cartel. Y en esta luminosidad está para mi gusto otro de sus méritos: unas bellísimas imágenes, a veces de paisajes, a veces de grupos de personas, pues es una trama muy coral. Y, aun con toda esa luz, es bastante aterradora, pero advierto para los enemigos de los metrajes largos (dura 145 minutos) que el horror se va dosificando in crescendo conforme se despliega la historia. Y no digo más, pues, como ya sabéis, de las películas que recomiendo, prefiero contar lo menos posible.
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