Confieso que no me hubiera gustado escribir este artículo. Cuando el pasado jueves fue encontrado el cadáver de Olivia Gimeno Zimmermann, la niña de seis años que semanas atrás había sido secuestrada junto con su hermana Anna por el padre de ambas, quedaron disipadas todas las dudas y supimos ya que la historia había tenido un final trágico, por la muerte de Olivia y por la más que probable de su hermanita, de tan solo un año. A esto hay que añadir el dolor que su pérdida habrá producido en su madre, familiares y todas las personas que las conocieran y amaran, dolor que sin duda ha de ser inmenso, si se tiene en cuenta que millones de personas que las desconocíamos estamos hondamente apenadas. Queda por fin la incógnita de lo que haya podido ocurrir con Tomás Gimeno, padre y asesino de las niñas, quien por un acto tan demencial y despiadado merece la condena más fulminante.
A mi modo de ver, ante un crimen tan trágico y horrendo, las reacciones deberían quedar respetuosamente limitadas en el ámbito humano y particular, es decir, el de los sentimientos de piedad y afecto hacia las víctimas que lo han padecido y de repulsa hacia el autor y sus abominables hechos, pero la realidad es que en este caso, por desgracia, tardaron muy poco en hacerse públicas unas cuantas declaraciones y posicionamientos que, con escaso respeto hacia esas niñas y el dolor de sus allegados, extrapolaron la tragedia a una esfera social y general e intentaron instrumentalizarla en el campo de un gravísimo problema que hemos tenido la torpeza de convertir en materia de acusaciones políticas: la llamada violencia de género.
Al día siguiente del hallazgo del cadáver de Olivia, Irene Montero, una persona que ha dado ya repetidas muestras de no estar a la altura de su condición de ministra, trató de sacar partido de su drama y el de la desafortunada Rocío Caíz para invadir el territorio de la justicia, reclamar algo tan grotesco como una justicia feminista y defender (¿consistirá en esto esa "justicia feminista"?) a Juana Rivas, una mujer condenada en firme por el hecho probado de haber secuestrado a sus hijos. Ni vergüenza, ni respeto, ni principios, esa es la ministra Montero.
Después salió Carmen Calvo utilizando el caso para arremeter contra quienes no creen en las leyes que ella defiende, aunque lo que dijo de ellos fue que negaban que exista la violencia contra las mujeres, cayendo una vez más en el vicio de la falsa acusación, tan habitual en la vicepresidenta. Puso también su aportación Pedro Sánchez, con una reflexión sobre la violencia vicaria, cuyo espíritu queda condensado en estas palabras: "La violencia vicaria es violencia machista doblemente salvaje e inhumana", pero no tardaron en levantarse voces que le recordaron el caso de Yaiza, la niña de Sant Joan de Espí asesinada por su madre con el fin de hacer daño a su expareja y padre de la niña, un caso que ha tenido lugar en estos mismos días, que no tuvo demasiado eco mediático y que dejó completamente en evidencia a Pedro Sánchez y sus teorías en torno a la violencia vicaria. Quiero llamar la atención sobre este término para que no se nos vaya de las manos, porque, en cuanto saltó a la luz pública, los medios se lanzaron sobre él con irreflexiva avidez, pero hubo otro efecto mucho más perverso: que, definitivamente, Olivia y Anna pasaron a un plano secundario y el hecho condenable ya no fue que existan padres monstruosos capaces de matar a sus hijos (Gimeno, Bretón, Oubel...), sino que lo hagan con el fin vicario de dañar a sus parejas, los muy machistas. Y, finalmente, llegamos a una de las cumbres: la homilía el editorial de "El País" del pasado día 12, que incurre en varias muestras de cinismo, tales como hacer mención expresa de los niños muertos a manos de sus padres, pero omitiendo el hecho de que existen tantos o más que han sido asesinados por sus madres, o el de defender que se hable de violencia machista en las aulas, una propuesta que se merece un debate algo más amplio que dos pontificales líneas en un editorial de un periódico. Pero lo más tremendo del que nos ocupa fueron sus dos últimas líneas, estas:
Pero el país no logrará evitar nuevos casos si no destierra la cultura de dominio machista que aún pervive en la sociedad.
Me complazco en disentir con esto, porque creo sinceramente que, por fortuna, en nuestra sociedad dejó de existir hace tiempo la cultura (?) del dominio machista. Hoy en día, en lo que llamamos cultura, es decir, en los patrones de pensamiento dominantes en la sociedad, eso del dominio machista está muy desacreditado. En todos los ámbitos de convivencia, en los libros, la política, los medios de comunicación, las diversas capas sociales y su pensamiento, la educación, las artes... ese patrón de relaciones humanas es objeto de rechazo. Que se busque otro pretexto "El País" para defender lo que defiende, porque este no vale: existen sin duda energúmenos machistas y tipos que creen en eso de la dominación del hombre, pero son casos que se dan a título individual y es verdad que resultan más de los que a todos nos gustaría, pero no conforman ni mucho menos una cultura, si es que esos modales merecen tal nombre.
Todas estas muestras de penoso aprovechamiento político de una horrible tragedia he visto en los últimos días, y en más de una ocasión pensé en escribir este artículo, pero finalmente preferí no hacerlo. ¿Cuál ha sido la razón de que hoy me haya decidido? Una columna de Almudena Grandes titulada Gangrena. Partiendo de la consternación que le producen las tragedias de Anna, Olivia y Rocío Caíz, propone soluciones para este mal que a todos nos horroriza -a todos, no solo a ella- que incurren en los gravísimos errores en que se están empecinando las por lo demás poco eficaces propuestas del progresismo: cargarse la igualdad ante las leyes, criminalizar a los hombres por el hecho de serlo y cercenar su presunción de inocencia, ahí he enlazado el artículo para quien no me crea. Entre todo esto, desliza una secuencia que me parece sencillamente escalofriante:
Anna y Olivia no eran solo dos niñas, son todos los niños. Rocío no era solo una mujer, es todas las mujeres. La violencia machista es una gangrena que ataca a toda la sociedad, hombres mujeres y niños, más allá de los nombres, los apellidos de cada víctima y cada verdugo. Combatirla es tan urgente que las pequeñas arbitrariedades que pueda comportar esta lucha no deberían frenar nuestro esfuerzo.
Hasta aquí se ha llegado estos días en la instrumentalización de unos hechos trágicos: hasta el punto de tomarlos como trampolín para propuestas totalitarias tan persuadidas de su excelencia que proclaman abiertamente su disposición a la arbitrariedad. Me hago una pregunta: cuando dice que Anna y Olivia son todas las niñas y Rocío es todas las mujeres, ¿acaso piensa Almudena Grandes que sus matadores son todos los hombres? A la vista de sus planteamientos, es algo que quizás debería aclarar, así como esto otro: ¿qué clase de justicia propone? ¿Qué justicia es esa que, además de lo señalado, va más allá de los nombres y los apellidos de cada verdugo y, sobre todo, de cada víctima? A mí personalmente no me parece muy humana ni con mucho sentido. Una justicia que deje a un lado a las personas concretas, las personas de carne y hueso que viven, sienten, ríen, lloran y son felices o sufren no merece tal nombre.
Medea, ese lateral derecho del Almería, que mató a sus hijos.... Se hizo una serie de Netflix muy exitosa al respecto... Un crimen ferpecto....
ResponderEliminarNo conozco el caso. Lo del nombre de Medea ya indica que la venganza a través de los hijos no es un crimen nuevo en la humanidad. Los crímenes deben tratarse, resolverse, evitarse (si es posible) y castigarse ante todo como crímenes, es decir, castigando con la dureza adecuada a los culpables concretos. Ir más allá de este enfoque no arregla nada.
EliminarEra un chiste macabro, relacionado con las estadísticas de asesinato infantil, 70% madre, 30% padre, pero esto es irrelevante. Hoy día si pregunta en la Universidad quien era Medea, le dirán que un lateral rumano del Almería... Luego saldrá Revilla u otro en la tele dándose golpes en el pecho...
ResponderEliminarEs horrible todo lo que está ocurriendo en este campo, Paco, esas manipulaciones vomitivas. Alguien ha matado a sus hijos, una tragedia escalofriante: atrápese al culpable si sigue vivo y castíguesele con la dureza que un acto así merece. Todo lo demás sobra; como tu dices, esos porcentajes son irrelevantes y su formulación sensata sería esta: 70% + 30% = 100% de asesinos abominables que deben pagar, y ese 100% es lo que importa.
EliminarExcelente artículo, Pablo. Creo que pone las cosas en su sitio con rigor y exactitud. El uso manipulado y torticero de esas terribles tragedias para arrimar el ascua a sus sardinas es una muestra más de su sectarismo y de su falta de escrúpulos.
ResponderEliminarGracias, Mariano. Hace tiempo que la mayor parte de nuestros intelectuales más señalados, básicamente, esos que se siguen llamando progresistas y que mayoritariamente están en la órbita de PRISA, se han acomodado a un concepto inamovible de la justicia y a un listado cerrado de lo que son las causas justas. Sorprende ver como, cuando les ha convenido, se han olvidado de aquello que decía Aute, tan amigo suyo: que el pensamiento no puede tomar asiento:
Eliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=MQc079OpvFQ
Se han hecho inmovilistas, cuando las ideas uno tiene que estar constantemente sometiéndolas a revisión. Y así, algunos, como Almudena Grandes, llegaron hace tiempo a un dogmatismo rígido y autoconvencido totalitario al cien por cien. El artículo que comento es espeluznante. De todos modos, tampoco debemos dejar de lado un factor importantísimo en estos furores progresistas: que, como señaló hace poco Trapiello, en el mundo de la cultura, fuera de la izquierda se pasa mucho frío.