He leído recientemente un artículo escrito por Miguel Ángel Santos Guerra y titulado La autoridad del docente. Por lo que cuenta el autor, acudió a un acto en el que el nuevo consejero de Educación andaluz anunció que en aquella comunidad se iba a promulgar una ley sobre autoridad de los docentes, y eso le dejó muy preocupado. Fruto de esa preocupación es el artículo que comento.
Aunque en alguna parte admite que en los centros de primaria y secundaria a los que van destinados este tipo de leyes existen hoy en día alumnos que no respetan a los profesores (eufemismo que oculta el hecho de que la cosa no se queda en eso, sino que lo que preocupa a la sociedad actual es la alta conflictividad escolar), considera que este es un problema que no se ataja con leyes. ¿Por qué? Porque, para él, la sociedad no cambia por decreto y la escuela tampoco cambia por decreto. Hay que tener mucho cuidado con las frasecitas brillantes, porque, a menudo, su fulgor es inversamente proporcional a su oportunidad o su sensatez. Si el señor Santos Guerra deduce del propósito de regular una determinada realidad mediante una ley que con eso se quiere abordar la (para él, inútil) tarea de cambiar la sociedad por decreto, en rigor tenemos que deducir que, según su parecer, las leyes no sirven para nada. Al diablo, pues, con todo ese plomizo caos de reglas que hacen que vivamos en un mundo civilizado, porque son inútiles: ¡la sociedad no va a cambiar por decreto, por muchas leyes que haya! Pero se da la circunstancia de que muchos no creemos que las leyes se hagan para cambiar la sociedad, sino para poner orden y justicia en su funcionamiento. Con esta humilde premisa, algunos (entre los que me incluyo) aplaudimos que existan y, en el caso concreto de una ley que fije los términos en que debe considerarse la hoy vapuleada figura del profesor, creemos que es muy necesaria en España, pues a lo largo de solo un curso se dan miles de conflictos en que los profesores se ven envueltos, y para resolver los conflictos nada mejor que esos marcos reguladores llamados leyes. Si uno piensa lo contrario, como parece ser el caso del señor Santos Guerra, siempre le quedará el recurso de ponerse una túnica y una corona de flores y marcharse a una comuna, ámbitos convivenciales en los que, como es sabido, están abolidas las odiosas leyes, pero le rogaría que no obstruyera su implantación en la escuela, lo digo además porque, en mi caso concreto, durante mi trayectoria de treinta y cuatro años como profesor pude resolver conflictos de diversa magnitud y defenderme de algún que otro ataque artero gracias, precisamente, a la existencia de muy razonables leyes, como son la mayoría de las españolas.
En otro momento, afirma el señor Santos Guerra que el respeto no se consigue por la fuerza, argumento de una puerilidad abismal, porque la existencia de leyes y de autoridad no implica el uso arbitrario, constante y automático de la fuerza. Las leyes lo único que hacen es establecer las reglas. Unas determinan el uso del suelo público, otras las obligaciones tributarias, otras la ordenación del tráfico rodado, otras el respeto a la libertad sexual, otras el respeto a la propiedad privada y otras el comportamiento en la escuela. Y no son represivas per se, sino que fijan muchas cosas, entre ellas y para proteger los derechos de toda la comunidad, las sanciones para los que maltratan el territorio, defraudan, atropellan a peatones, violan, roban o le escupen a una profesora en un ojo, por mencionar algunos ejemplos de cosas que castigan las leyes, porque, tal vez el señor Santos Guerra discrepe conmigo, pero me creo en condiciones de afirmar que por el mundo andan sueltos individuos que de vez en cuando gastan ese tipo de bromas.
En otra cosa que dice a continuación, me he sentido atacado en mi condición de profesor (cosa que soy aunque esté jubilado y seré hasta que claven el último clavo de mi ataúd): cuando afirma que la autoridad se consigue con la competencia, la dedicación y el compromiso. Perdone usted, pero lo que se consigue con eso es la solvencia o el prestigio profesional, que a menudo es llamado autoridad. Decir esas cosas es deslizar de forma indirecta que los profesores que no tienen autoridad, en realidad, es porque carecen de esas virtudes (vileza que no es la primera vez que veo) y que se merecen la falta de respeto por incompetentes. En otras palabras: es criminalizar al profesor y hacerle responsable de lo que le pasa. Quiero hacer aquí algunas precisiones. La primera es que, como en todos los colectivos, entre los profesores los habrá mejores y peores, pero, en líneas generales, nuestro nivel es muy bueno y mejor harían algunos que o tienen mala intención o no saben de qué hablan en respetarnos. La segunda es que el señor Santos Guerra debería no tergiversar, porque la autoridad que defienden este tipo de leyes no es esa, sino la que permite al profesor hacerse respetar y mantener el orden en las clases, bienes ambos que hoy están muy amenazados por unos cuantos gamberros que acuden a los centros, aunque le disguste oírlo a quien sea. La tercera es que hay muchos -pero muchos- profesores que, aun siendo muy solventes, carecen de los recursos para hacer frente al vandalismo, que los machaca a ellos y a sus clases. Para estos casos, que -repito- no son pocos, son necesarias las leyes de protección. Algunos habréis notado que en la secuencia de más arriba omito un cuarto elemento que incluye el señor Santos Guerra: el amor. Sería bueno que nos dejásemos de sentimentalismos y cursilerías demagógicas, y no quiero con esto decir que no vea necesarios el respeto y la cordialidad entre alumnos y profesores.
Otra frase del artículo en descalificación de las leyes: un tirano es temido, no es amado. Vuelvo a lo de antes: ¿quien habla de leyes y autoridad es por fuerza un tirano? Esto es un rasgo de inmadurez.
Citaré, para no aburriros más, la última perla: sostiene el señor Santos Guerra que, para evitar la conflictividad, hay que seleccionar mejor al profesorado. Nuevamente, nos encontramos ante una afirmación que implica que la culpa de lo que pasa hoy es de los profesores, que son malos, y esta arbitraria, injusta y ofensiva descalificación está ahí, aunque le pese al autor e intente suavizarla en la parrafadita posterior, tarea en la que, por cierto, no ha estado muy inspirado.
Asombrado por el colosal desacierto que encuentro en las reflexiones del autor de este artículo, busco información acerca de su perfil profesional y encuentro una presentación en la que, entre sus muchos méritos y ocupaciones, figura la de haber ejercido en primaria y bachillerato, pero no se dice durante cuánto tiempo ni cuánto hace que el señor Santos Guerra no pisa un centro de esos niveles para ejercer como docente, o sea, para currárselo en esa realidad hoy por hoy tan problemática sobre la que él vierte ocurrencias más bien disparatadas. Si miro el currículo en su conjunto, me indica que estamos ante un Experto Educativo. La ignorancia y/o visión distorsionada que demuestra acerca de la escuela le hacen digno merecedor de un artículo en la presente serie.
Aunque en alguna parte admite que en los centros de primaria y secundaria a los que van destinados este tipo de leyes existen hoy en día alumnos que no respetan a los profesores (eufemismo que oculta el hecho de que la cosa no se queda en eso, sino que lo que preocupa a la sociedad actual es la alta conflictividad escolar), considera que este es un problema que no se ataja con leyes. ¿Por qué? Porque, para él, la sociedad no cambia por decreto y la escuela tampoco cambia por decreto. Hay que tener mucho cuidado con las frasecitas brillantes, porque, a menudo, su fulgor es inversamente proporcional a su oportunidad o su sensatez. Si el señor Santos Guerra deduce del propósito de regular una determinada realidad mediante una ley que con eso se quiere abordar la (para él, inútil) tarea de cambiar la sociedad por decreto, en rigor tenemos que deducir que, según su parecer, las leyes no sirven para nada. Al diablo, pues, con todo ese plomizo caos de reglas que hacen que vivamos en un mundo civilizado, porque son inútiles: ¡la sociedad no va a cambiar por decreto, por muchas leyes que haya! Pero se da la circunstancia de que muchos no creemos que las leyes se hagan para cambiar la sociedad, sino para poner orden y justicia en su funcionamiento. Con esta humilde premisa, algunos (entre los que me incluyo) aplaudimos que existan y, en el caso concreto de una ley que fije los términos en que debe considerarse la hoy vapuleada figura del profesor, creemos que es muy necesaria en España, pues a lo largo de solo un curso se dan miles de conflictos en que los profesores se ven envueltos, y para resolver los conflictos nada mejor que esos marcos reguladores llamados leyes. Si uno piensa lo contrario, como parece ser el caso del señor Santos Guerra, siempre le quedará el recurso de ponerse una túnica y una corona de flores y marcharse a una comuna, ámbitos convivenciales en los que, como es sabido, están abolidas las odiosas leyes, pero le rogaría que no obstruyera su implantación en la escuela, lo digo además porque, en mi caso concreto, durante mi trayectoria de treinta y cuatro años como profesor pude resolver conflictos de diversa magnitud y defenderme de algún que otro ataque artero gracias, precisamente, a la existencia de muy razonables leyes, como son la mayoría de las españolas.
En otro momento, afirma el señor Santos Guerra que el respeto no se consigue por la fuerza, argumento de una puerilidad abismal, porque la existencia de leyes y de autoridad no implica el uso arbitrario, constante y automático de la fuerza. Las leyes lo único que hacen es establecer las reglas. Unas determinan el uso del suelo público, otras las obligaciones tributarias, otras la ordenación del tráfico rodado, otras el respeto a la libertad sexual, otras el respeto a la propiedad privada y otras el comportamiento en la escuela. Y no son represivas per se, sino que fijan muchas cosas, entre ellas y para proteger los derechos de toda la comunidad, las sanciones para los que maltratan el territorio, defraudan, atropellan a peatones, violan, roban o le escupen a una profesora en un ojo, por mencionar algunos ejemplos de cosas que castigan las leyes, porque, tal vez el señor Santos Guerra discrepe conmigo, pero me creo en condiciones de afirmar que por el mundo andan sueltos individuos que de vez en cuando gastan ese tipo de bromas.
En otra cosa que dice a continuación, me he sentido atacado en mi condición de profesor (cosa que soy aunque esté jubilado y seré hasta que claven el último clavo de mi ataúd): cuando afirma que la autoridad se consigue con la competencia, la dedicación y el compromiso. Perdone usted, pero lo que se consigue con eso es la solvencia o el prestigio profesional, que a menudo es llamado autoridad. Decir esas cosas es deslizar de forma indirecta que los profesores que no tienen autoridad, en realidad, es porque carecen de esas virtudes (vileza que no es la primera vez que veo) y que se merecen la falta de respeto por incompetentes. En otras palabras: es criminalizar al profesor y hacerle responsable de lo que le pasa. Quiero hacer aquí algunas precisiones. La primera es que, como en todos los colectivos, entre los profesores los habrá mejores y peores, pero, en líneas generales, nuestro nivel es muy bueno y mejor harían algunos que o tienen mala intención o no saben de qué hablan en respetarnos. La segunda es que el señor Santos Guerra debería no tergiversar, porque la autoridad que defienden este tipo de leyes no es esa, sino la que permite al profesor hacerse respetar y mantener el orden en las clases, bienes ambos que hoy están muy amenazados por unos cuantos gamberros que acuden a los centros, aunque le disguste oírlo a quien sea. La tercera es que hay muchos -pero muchos- profesores que, aun siendo muy solventes, carecen de los recursos para hacer frente al vandalismo, que los machaca a ellos y a sus clases. Para estos casos, que -repito- no son pocos, son necesarias las leyes de protección. Algunos habréis notado que en la secuencia de más arriba omito un cuarto elemento que incluye el señor Santos Guerra: el amor. Sería bueno que nos dejásemos de sentimentalismos y cursilerías demagógicas, y no quiero con esto decir que no vea necesarios el respeto y la cordialidad entre alumnos y profesores.
Otra frase del artículo en descalificación de las leyes: un tirano es temido, no es amado. Vuelvo a lo de antes: ¿quien habla de leyes y autoridad es por fuerza un tirano? Esto es un rasgo de inmadurez.
Citaré, para no aburriros más, la última perla: sostiene el señor Santos Guerra que, para evitar la conflictividad, hay que seleccionar mejor al profesorado. Nuevamente, nos encontramos ante una afirmación que implica que la culpa de lo que pasa hoy es de los profesores, que son malos, y esta arbitraria, injusta y ofensiva descalificación está ahí, aunque le pese al autor e intente suavizarla en la parrafadita posterior, tarea en la que, por cierto, no ha estado muy inspirado.
Asombrado por el colosal desacierto que encuentro en las reflexiones del autor de este artículo, busco información acerca de su perfil profesional y encuentro una presentación en la que, entre sus muchos méritos y ocupaciones, figura la de haber ejercido en primaria y bachillerato, pero no se dice durante cuánto tiempo ni cuánto hace que el señor Santos Guerra no pisa un centro de esos niveles para ejercer como docente, o sea, para currárselo en esa realidad hoy por hoy tan problemática sobre la que él vierte ocurrencias más bien disparatadas. Si miro el currículo en su conjunto, me indica que estamos ante un Experto Educativo. La ignorancia y/o visión distorsionada que demuestra acerca de la escuela le hacen digno merecedor de un artículo en la presente serie.
Esta entrada está íntimamente relacionada con la anterior, y son ambas cosas el fulcro de la palanca que destruye nuestra vida civil
ResponderEliminarIndiscutible, Paco.
EliminarNo he querido intervenir en la polémica con el inefable Santos Guerra porque ya le han respondido muy bien otros, como Alberto Royo y Ricardo Moreno Castillo. Ayer en el acto de Sánchez Tortosa volvió a salir la cuestión. Mi posición es que lo que defiende Santos Guerra es lo mismo que defiende la pedagogía oficial: cambiar el papel del profesor, devaluar su función. Es convertirlo en una especie de animador sociocultural, un colega enrollado, un payasete, que no sea el que lleve la clase. Lo que es inconcebible es que las organizaciones que dicen representar al profesorado no hayan puesto el grito en el cielo.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarMe parece muy mal lo que hace ese señor: proponer el incendio como sistema, pero que se achicharren otros. Sigo sin saber cuánto tiempo estuvo como profesor de instituto y me encantaría saber cómo controlaba a los gamberros. En cuanto a las organizaciones de las que hablas, se les cuelan muchas cosas. La última de que tengo noticia, la aberración legal que se va a cometer en Madrid a propósito del acoso escolar. Escribí una carta a "El País" sobre el asunto y me la han publicado con el título de "Entre dos miedos", con algunos cambios ortográficos que no comparto:
Eliminarhttps://elpais.com/elpais/2019/04/10/opinion/1554910124_884806.html
¡Si al menos sirviera para que se hiciera algo! Resulta curioso: en un mundo educativo que ha brillado bochornosamente por la permisividad con los gamberros al estilo Santos Guerra, terminamos sancionando a los que no han hecho nada. Las consecuencias del buenismo hipócrita.
Muy buena carta.
EliminarGracias. Es indignante que la deriva de permisividad y descontrol que ha llevado a que hoy en día los energúmenos campen por sus respetos en los centros, por culpa de la ineptitud y estupidez de los políticos, los sectores educativos buenistas y la secta en general, acabe volviéndose contra los alumnos que no se meten con nadie. Hemos llegado ya al terreno de la pura aberración.
EliminarYo creo que Santos Guerra nunca fue profesor de instituto. Es un pedagogo orgánico consagrado. Como dice Ricardo, es inconcebible e inmoral que una persona que dice tantas tonterías pueda ser catedrático de universidad.
ResponderEliminarEn ese currículum autocomplaciente (porque está claro que lo ha hecho él) que enlazo, asegura haber sido profesor de EGB y Bachillerato. Mi pregunta sigue siendo: ¿por cuánto tiempo, cuándo y con qué nivel de ese compromiso ante los problemas que él mismo -y con razón- ensalza como una virtud? Pudiera ser que se tratase de uno de esos profesores de EGB que, cuando entrabas en su clase, aquello parecía un campo de batalla. ¿Cómo deberíamos interpretar entonces sus monsergas? A lo largo de mi carrera, tropecé con muchos ineptos cuyas clases eran un caos a merced de los gamberros que, curiosamente, compartían las propuestas de este experto.
EliminarNo he leído el currículum de autobombo de ese personaje. Pero seguro que duró dos días como docente de a pie y no de pedagogo aúlico a la violeta. Me gustaría a mí también haberlo visto en clase dando el callo. Pronto encontró la salida a currar de verdad en la pedagogía oficial, en la que es uno de los más cafres e indescriptibles.
ResponderEliminarEs lo que dicen todos los que lo conocen un poco. Los hay que están dispuestos a lo que sea por la mamandurria.
EliminarNo hay que hacerse sangre con estos impresentables. El mejor desprecio es no hacer aprecio.
ResponderEliminarGanas darían de hacer lo que usted dice, pero el problema es que entonces su discurso se convierte en discurso único y entonces podría parecer que todo el mundo está de acuerdo con ellos. En algunos centros, esto ha sido así (por ejemplo: llegaba alguien con sus ideas a una junta de evaluación y, ante el silencio de todos, acababan imponiéndose como un criterio a la hora de dar las notas), con resultados muy penosos.
Eliminar