El pasado día 16, una niña de 11 años fue agredida por siete compañeros suyos de edades comprendidas entre los 11 y los 13 en la biblioteca de la localidad alicantina de Benejúzar. Por lo que cuentan los medios (ver aquí y aquí), tres chicas la condujeron a los servicios, donde las esperaban otras tres, y allí le propinaron una paliza entre las seis, mientras el único chico que participó en el suceso grababa con un móvil la escena, que luego subiría a las redes. Nos hallamos ante un nuevo episodio de esa violencia de jóvenes -en este caso, niños más bien- ejercida contra jóvenes y con dos repulsivos ingredientes bastante habituales en la actualidad, aunque uno es de toda la vida y otro una innovación de nuestros días: la cobarde superioridad numérica y la estúpida publicación de la "hazaña" en internet, como si fuera algo divertido o de lo que enorgullecerse. Aun tratándose de artífices de tan temprana edad como los de este caso, no logro entender que alcancen las altas cotas de estupidez necesarias para ser ellos mismos quienes publiquen sus fechorías en las redes, porque ya hasta el más ignorante sabe que eso siempre tiene tres nefastas consecuencias para los autores: que ayuda a identificarlos con prontitud, que sirve como prueba irrefutable de su autoría y que también deja constancia de su calaña.
Si miráis los comentarios de la primera noticia que enlazo, veréis que ha promovido cierto vaivén el hecho de que la violencia en sentido estricto haya sido ejercida por las chicas, aunque supongo que ya muchos sabréis que hace ya tiempo que aparecen como autoras en asuntos que la llevan envuelta. Hará unos quince años, o quizás alguno más, saltó a los periódicos un incidente ocurrido en una localidad madrileña de tamaño mediano, en el cual una turba de quince o veinte chicas de alrededor de catorce años persiguieron por la calle a una pobre infeliz a la que se la tenían jurada y, cuando la alcanzaron, le dieron una paliza y la desnudaron de cintura para abajo. Por suerte para ella, alguien que pasaba por allí las ahuyentó y la salvó de sus iras. Unos años antes, a finales de los noventa, recuerdo que una mañana unos compañeros del instituto en que yo trabajaba me contaron que el día anterior, al acabar la jornada, habían tenido que intervenir en una trifulca multitudinaria en un parque cercano, en la que participaban solamente niñas de 3º de ESO de nuestro propio centro, y que prácticamente no les habían hecho ni caso. Estaban asustados por eso y por la forma de zumbar que habían exhibido algunas. Recuerdo un detalle genial: me contaron que en el parque había un jardinero que estaba paralizado de asombro por el espectáculo. Y otro bastante significativo: el centro se encontraba en una zona de nivel socioeconómico alto, por usar una pedante terminología muy del gusto de los docentes.
La verdad es que los comportamientos violentos de las chicas, en épocas anteriores a la actual, eran en casos aislados y muy infrecuentes. A finales de los ochenta, estando aún en EGB, tuve una alumna que, ya desde 6º, demostró ser temible: dejó bien escarmentados a los chicos que se atrevieron a pelearse con ella, daba miedo a todas las niñas y tuvo aterrorizada al menos a una de ellas, y digo lo de al menos porque fue el primer y único caso -un asunto de acoso en toda regla- que llegó hasta nuestros oídos: en cuanto nos enteramos de la historia, pusimos a aquella señorita en su sitio con una sanción que le quitó las ganas de repetir. Pero era un elemento aislado y muy particular -y actuaba sola, no en pandilla-, alguien que acabó teniendo problemas con la justicia. De parecido perfil debían de ser unas damiselas con las que, me viene ahora a la memoria, trabé fugaz conocimiento cuando tenía veinte años. Una noche, cogí un autobús a las doce o las doce y media en un barrio extrarradial. Íbamos solo el conductor, un par de viajeros que iban en la cabecera charlando con él y yo, que me senté por el centro del vehículo. A las dos o tres paradas, se subió un grupo de diez o doce chicos de entre doce y catorce años. Ya me dieron mala espina conforme iban pasando a mi lado, porque tenían muy mala pinta. Eran casi todos chicos, y una de las pocas chicas se paró a mi lado y me dijo que me levantase de mi asiento, que quería sentarse ella. Yo me quedé asombrado y le dije que se fuera a otro sitio. Entonces ella y otra que la acompañaba, que eran de las más mayorcitas del grupo, se sentaron en el asiento de detrás del mío y, al poco rato, una de ellas me soltó un viaje en la nuca, bastante fuerte. Me volví muy cabreado y las vi a las dos mirándome con una risita de "adivina quién ha sido". Les dije que se estuvieran quietas, pero, nada más sentarme, me arrearon otro. A esas alturas, ya se había colocado cerca de mí un enano de doce o trece años que me miró sonriendo y, muy cínico, me dijo:
-No puedes hacer nada, somos muchos.
Ahí estuvo el error, porque sí que podía hacer algo. Me levanté, empecé a dar guantazos (contenidos, tampoco ningún puñetazo de tumbar a un burro) y a los dos minutos estaban todos muy juntitos en la plataforma final del autobús murmurando "este tío está loco". Valían para menos de lo que creían.
En fin, que ha habido una evolución en esto, y no para bien. Si os fijáis en los dos últimos casos que he contado, da la impresión de que, antes, las chicas de comportamiento violento eran escasas y pertenecían a un perfil sobre el que creo que no necesito dar más precisiones, pero, por algún entramado de motivos que sin duda será complejo y largo de explicar, en algún momento hubo una "modernización" que trajo dos consecuencias muy indeseables: el número de violentas aumentó y se fue haciendo habitual la actuación en grupo. Esto último no es un aspecto secundario, sino muy relevante. Primero, por la cobardía y la vileza que representa (reflexionad un poco sobre la conducta del mequetrefe aquel del autobús, al que todavía recuerdo con el asco que me dio entonces); segundo, porque genera indefensión en la víctima, o, en cualquier caso, la aumenta; tercero, porque el efecto psicológico negativo sobre esta -de pavor, de aislamiento, de rechazo...- tiene que ser muy fuerte y me temo que en más de una ocasión de consecuencias dolorosas.
Pues bien: por si fueran poco este lamentable aumento de la violencia juvenil femenina o el uso de los móviles para un perverso exhibicionismo, males ya conocidos, en la agresión de Benejúzar se añade una novedad, referente al escenario y quizás menor, pero muy desalentadora: se ha producido en una biblioteca. ¿También en la biblioteca vamos a tener agresiones y episodios violentos? Es para llorar.
Nos habíamos resignado -ya que no podemos erradicarla- a tropezar de vez en cuando con la violencia juvenil y a que a veces apareciese en parques, calles, autobuses, patios de recreo, servicios..., pero ¿en una biblioteca? ¡¿Cómo es posible?! Podréis llamarme exagerado, pero el lugar elegido por la jauría de esta noticia aumenta mi desazón. Puesto que a nadie le obligan a meterse en una biblioteca y puesto que las bibliotecas son templos de la cultura y el saber, conceptos por naturaleza diametralmente contrarios a la violencia, hasta hoy, me hubiera parecido inimaginable que en una biblioteca pudiera ocurrir un incidente así. Hay un tenebroso simbolismo en el hecho de que un manojo adolescentes desquiciados elijan una biblioteca para dar una paliza a una niña.
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