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domingo, 20 de agosto de 2023

Praxis educativa. 33: tratos de favor

     A mediados de los años ochenta, cuando era yo profesor de EGB, llegó a mi centro un alumno al que ocultaré bajo el falso nombre de Juan. Procedía de fuera de Madrid y se había visto obligado a cambiar temporalmente de comunidad porque padecía un cáncer poco común que, al menos entonces, solamente podía curarse en algunos hospitales madrileños. La familia nos hizo a los profesores una petición encarecida: que tratásemos a su hijo como a un alumno más, y precisaré a qué se referían: nada de sentimentalismos compasivos ni de privilegios en la exigencia escolar o en las notas, nada de dramas ni de mimitos al pobre niño enfermo, que resultó ser un chico alegre, agradable, despierto y buen estudiante y que se integró muy bien entre sus compañeros de un colegio a varios cientos de kilómetros de la ciudad en la que había vivido hasta entonces. Cursó su octavo como uno más y lo aprobó con buenas notas. Algún tiempo después, me enteré de que había conseguido curarse de su enfermedad, cosa que no hará falta que diga que me produjo una gran alegría.

    Pocos años más tarde, estando en otro centro, era yo profesor de Inglés para los tres grupos de 6º de EGB que teníamos y una mañana, a los pocos días de empezar el curso, vino a verme la madre de una de mis alumnas. Me hizo saber que su hija (a la que llamaré Sofía) era sorda -esa fue la palabra que utilizó, no se enredó en deficiencias auditivas, hipoacusias, anacusias ni otros sucedáneos- y que quería pedirme un favor: que no hiciera a la niña objeto de la menor distinción especial, pero que procurase hablar de tal manera que ella siempre pudiera verme. Sabedora de que a veces los profesores -mientras borramos la pizarra, mientras escribimos...- hablamos de espaldas a los alumnos, hizo especial referencia a que intentase evitar esto. Sofía era una niña atenta, seria, lista y muy aplicada. Recuerdo perfectamente que al acabar aquel curso le puse un ocho. Como le di clase también en séptimo y en octavo, puedo dar fe de que evolucionó muy bien, tanto que nunca bajó de esa nota. Cuando hacíamos prácticas y ejercicios orales, participaba y respondía, con las comprensibles dificultades. 

    Transcurrieron los años y a principios de los noventa se implantó la LOGSE. Por aquellos mismos tiempos, yo pasé a Secundaria, nivel en el que estuve veinticinco años dando clase en ESO y Bachillerato. Una de las diferencias entre la LGE y el sistema logsiano que la sustituyó es que este reforzó la atención a la diversidad, para la que dispuso múltiples opciones: los apoyos personalizados, las adaptaciones curriculares personales y de grupo, la compensatoria, la diversificación... Esto alcanzó a alumnos con deficiencias sensoriales o cognitivas, con retraso curricular, procedentes de países de habla no hispana o  que presentasen cualquier motivo que hiciera aconsejable un refuerzo, y tuvo el benéfico resultado de ayudarles a superar esas barreras en el desempeño de su progresión escolar. 

    Sobre la base de esta buena idea, sin embargo, surgieron también dos consecuencias negativas que tuvieron una extesión no despreciable, la cual parece claro que, como mínimo, no tiende a disminuir. La primera procede del propio sistema y fue la laxitud a la hora de determinar si un alumno debía recibir apoyo. La segunda fue la expectativa e incluso la exigencia por parte de algunos vivales de que a un alumno determinado se le concedieran facilidades, ayudas o privilegios en virtud de unas desventajas que no lo justificaban o que eran directamente inexistentes. En este vicio caían principalmente algunos padres, pero también de vez en cuando orientadores, profesores de apoyo o algún que otro tutor de celo excesivo. Tanto el primer mal como el segundo vinieron motivados y se vieron favorecidos por esa inclinación del sistema logsiano a desterrar el esfuerzo y regalar los aprobados.

    Por regla general -aunque no en todos los casos-, la decisión de si un alumno recibe apoyos o es escolarizado en grupos de compensatoria o diversificación está en manos de los departamentos de Orientación. En más ocasiones de las que me hubiera gustado, me encontré con alumnos que recibían apoyos o que debían ser destinatarios de una adaptación curricular que, a la hora de la verdad, demostraban estar erróneamente diagnosticados, porque su único mal era una rotunda negativa a realizar el menor esfuerzo o trabajo, padecimiento para el que la medida aplicada era más un simulacro que una cura. Otras veces -aunque pocas- tuve alumnos que, aun sin tener la menor dificultad de aprendizaje, habían sido diagnosticados como acnees (1) por males que en nada lo interferían, pongamos una alopecia o un orzuelo, por acudir a ejemplos tan absurdos como la situación en la que se encontraban esos chicos. ¡Qué decir de los grupos de compensatoria o diversificación! Sin temor a exagerar, puedo afirmar que al menos la mitad de los alumnos que he tenido de esas categorías eran simplemente objetores escolares. Pero estaban allí con una expectativa: la del aprobado fácil, expectativa que también tenían los que recibían apoyo y los acnees, así como sus padres y, por supuesto, Orientación, el equipo directivo, la inspección...: es decir, el sistema. Ni puse en su momento ni pongo ni pondré objeción alguna a los diagnósticos o agrupamientos correctos, pero creo que estos casos inadecuados de los que estoy hablando eran muy reprobables, pues constituían una inexplicable patologización de la enseñanza y una adulteración de un recurso tan necesario como los apoyos para convertirlos en el trato de favor para algunos que se negaban a estudiar.

    En lo referido a la exigencia de facilidades o ayudas para las que no había lugar, es inexcusable que empiece reconociendo que se trata de un vicio que ha existido siempre. Yo mismo tuve que hacerle frente en más de una ocasión mientras trabajé en EGB, y, en algún caso, con firmeza. Señalado esto, también hay que decir que con la LOGSE se disparó de manera exponencial, y retornaré a la motivación antes indicada: que en la atmósfera de lenidad propiciada y mantenida por el sistema, no solo dejó de estar mal visto el solicitar favores espurios, sino que además empezó a parecer que quien caía en falta era el que los negaba. Podría contar por decenas las ocasiones en que recibí visitas de padres con la pretensión de que pusiera a sus hijos aprobados que no merecían. La mayoría de ellas fue por creer que yo había sido injusto con los alumnos, cosa que SIEMPRE pude desmontar con la mera revisión de los malos exámenes hechos por ellos, argumento irrefutable, si bien en alguna ocasión topé con merluzos que ni por esas. No obstante, no es de estos casos de lo que habla este artículo, sino de quienes venían con el argumento de que sus hijos padecían situaciones de desventaja (supuestas) que obligaban a atenderlos con una benevolencia especial, o sea, de los que venían a pedir por la cara tratos de favor. 

    No fueron muchos, pero excedieron sin duda lo que hubiera sido razonable. Resumiré algunos casos concretos. Tuve más de un alumno que destacaba en alguna actividad ajena al instituto y que le robaba mucho tiempo por las tardes (tenis, baloncesto, fútbol, música...) a quien tuve que explicar que esa no era razón para que yo pusiera cincos a los exámenes de cuatro o de tres. En una asignatura que califiqué mediante trabajos, tuve un lío con dos alumnas que estaban convencidas de que, por ser de un grupo supuestamente de nivel bajo, bastaba con que me entregasen la mitad, porque eso ya era el cinco, y hasta recurrieron al amparo del director del centro. Tuve en cierta ocasión un alumno ingobernable al que llamaré X y que al final lo suspendió todo; una mañana de junio, me avisaron de secretaría porque tenía una llamada telefónica: era el padre de X para decirme que lo de su hijo había sido un poco culpa de todos. Tuve una niña que padecía ciertos trastornos psicológicos; la niña acabó con cinco suspensos y la madre se empeñó en que pasara de curso porque tenía problemas psicológicos, cosa que, con la ley en la mano, era imposible; la madre recurrió a la inspección; la inspección vino a "aconsejarnos" que aprobásemos a la niña, pero sin decir que nos lo había aconsejado la inspección, ni menos aún "aconsejado"; tuve la certeza de que el verdadero problema de esa niña era su madre, la tuve desde el primer momento en que hablé con la señora, esto quizás debería haberlo dicho antes. Hubo un curso en que, el primer día que tuve clase con cierto grupo, apareció por la puerta el padre de una alumna y empezó a contarme no sé qué problemas de expresión escrita que tenía su hija y con los que yo debía ser comprensivo; le dije que muy bien, pero que ya le atendería en otro momento; tal vez os parecerá insólito, pero más os lo parecerá si os digo que la alumna era de segundo de Bachillerato.

    Tuve una alumna que padecía cáncer a la que suspendí un examen de lectura porque obviamente no había leído el libro. Enseguida vino a hablar conmigo la profesora de apoyo que la niña tenía asignada, para decirme que si cáncer y que si patatín y que si patatán, pero yo le repliqué que no había ningún problema y que pronto pondría una recuperación del examen. La niña la hizo y sacó un 7'5, inequívoco síntoma de que para esta ocasión SÍ había leído el libro. Todavía recuerdo la sonrisa de oreja a oreja que puso cuando le entregué el examen corregido y con su notable. Aquella alumna (que, por cierto, felizmente, se curó) era sin la menor duda un rehén de su profesora de apoyo, lo que, al menos a efectos educativos, la perjudicó bastante, ¡cuántas veces me hizo acordarme de Juan!

    Fueron muchas; fueron muchas las veces que, durante mi etapa en Secundaria y bajo el marco de la LOGSE, me acordé de él y de Sofía: ¿qué habría sido de ellos si hubieran sido alumnos de la ESO del siglo XXI y no de la EGB de los años ochenta? ¿Habrían sufrido igualmente la horrible tortura de ser valorados como los demás, estudiar lo que los demás y aprender lo que los demás o habrían tenido la fortuna de escapar de ello y ser agraciados con un trato de favor? 


1.- Alumnos con necesidades educativas especiales. Por regla general, se les escolariza en grupos regulares, pero se les debe hacer una adaptación curricular en las asignaturas.  

    

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