Apareció ayer en el Telediario de las tres de TV1 un reportaje sobre Lia Motrechko, una adolescente ucraniana que llegó hace unos meses a Sevilla procedente de Crimea sin saber nada de español, pero, aun así, a lo largo del poco tiempo transcurrido desde su llegada hasta el final de curso, ha tenido una aplicación tan extraordinaria que ha obtenido el mejor expediente de 4º de ESO de todos los alumnos de Sevilla, donde reside. Que Lia debe de ser una persona de gran talento es algo que queda fuera de toda duda y por lo que merece una felicitación, pero también habría que felicitarla no solo por el esfuerzo que habrá hecho, sino por mostrar un talante contrario a que se le concedieran facilidades, pues, como cuenta ella misma (podéis verla en el noticiario que enlazo, a partir de minuto 27:00), se le ofreció darle las clases en inglés, lengua que ella ya manejaba, pero prefirió afrontar sus estudios en español, a pesar de que lo desconocía. Y, aun así, ahí está el resultado, reitero mi felicitación.
Los tres ingredientes del éxito de Lia han sido sin duda estos: capacidad, ganas de aprender y esfuerzo. Voy a detenerme algo en este último, porque desconozco personalmente a esta joven, pero sí sé que en los países del Este de Europa, de donde ella procede, todavía existe la cultura del esfuerzo, lo que representa una diferencia sustancial con el nuestro, en el que reina la cultura del apoyo y la facilidad, lo que ha ocasionado un perjuicio no pequeño al propio sistema, a los resultados que podría obtener y a los alumnos a cuyo servicio está puesto, los cuales -estoy absolutamente convencido- sacarían mayores beneficios de su educación si no tuviesen las altísimas expectativas que hoy tienen de que el aprobado que solo debería ser fruto del esfuerzo lo pueden obtener sin molestarse, a base de facilidades, rebajas, presiones y protestas.
Lia me ha recordado mucho a Anka, una alumna polaca también de 4º de ESO que tuve hace algunos años. Llegó de su país en abril y sin saber español, pero, al acabar el curso, manejándose ya muy bien en nuestra lengua, aprobó todo con unas notas excelentes, en un grupo en el que en torno al 50% de sus compañeros las sacaron muy malas. También me ha recordado a Anna, una compatriota de Lia a la que di clase en 3º de ESO y que era un modelo de inteligencia, aplicación y modales. Tenía un rasgo muy significativo: siempre elegía los retos más difíciles. Pero, aparte de ellas, he tenido a otros alumnos extranjeros que, independientemente de que no procedieran de esos países, se esforzaban mucho: hablo, por ejemplo, de Samira, una alumna de origen marroquí que en su grupo (un 1º de Bachillerato), a pesar de las dificultades con el idioma, fue la mejor: yo le puse un 9 y todos los profesores estábamos encantados con ella. O de Ashkan, mi alumno iraní de un 1º de FP1 que, con solo dos años en España, se expresaba muy bien en nuestra lengua y era el mejor de su clase. Como he tenido tantos alumnos, seguro que me olvido de alguno como ellos, cosa por la que pido disculpas.
Los cuatro, aparte de sus aptitudes, compartían con Lia la disposición a ganarse las notas y el conocimiento con su esfuerzo. Pero... ¿y sus compañeros españoles? En la clase de Anna, había lo que es o debería ser normal: un 15 o 20% de alumnos que suspendían y un 80 u 85% que se distribuían entre el suficiente y el sobresaliente. En la de Anka, había una buena estudiantes más, mientras que el resto eran mayoritariamente de esos que se presentan a los exámenes sin haber tocado un libro; en la de Samira, había unas cuantas alumnas tan capacitadas como ella, pero, a la hora de los exámenes o de la lectura de libros, acreditaban una aplicación muy por debajo de la que demostraba ella, aunque lo peor no era eso, sino que se reunía allí un no pequeño número de esos alumnos que solo se explica que hayan podido entrar en Bachillerato por las aberrantes lagunas de nuestro sistema, alumnos de muy bajo conocimiento y nulo trabajo, que encima se permitían el lujo de indignarse cuando se les suspendía. En cuanto a la de Ashkan, estaba compuesta por treinta chicos y una chica, y solo aprobaron mi asignatura esta última y él, y en las demás la cosa no fue mucho mejor. Cuando hablaba con ellos sobre mi asignatura, solía decirles que habían tenido muy mala suerte con Ashkan (con el que se llevaban muy bien), ya que por su culpa no podían achacar a mi supuesta dureza sus malos resultados, pues, si él, con sus desventajosas condiciones, estaba sacando bien el curso, cualquiera de ellos podía hacerlo también a poco que se lo propusiera: era la prueba de contraste que ponía en evidencia su dejadez.
Todos esos alumnos (y notemos que hablo ya de hace mucho, pues el grupo de Ashkan era de los últimos años del anterior sistema) estaban atrapados en la funesta corriente que el pedagogismo y ciertas concepciones desastrosas de la enseñanza han introducido en nuestra educación: la de que a los alumnos hay que darles las mayores facilidades para que puedan aprobar. Con la aplastante lógica de la ley del mínimo esfuerzo, un gran número de nuestros estudiantes (aunque lo sean solo de forma nominal), han llegado a esta conclusión: si me van a aprobar de todas formas, ¿para qué me voy a esforzar? Y es que no todo el mundo es como Lia, Anka, Anna, Samira o Ashkan, sino que hay mucha gente que solo se esfuerza cuando no queda otro remedio. Un sistema que no obliga al alumno a esforzarse es mediocre y embrutecedor.
Los tres ingredientes del éxito de Lia han sido sin duda estos: capacidad, ganas de aprender y esfuerzo. Voy a detenerme algo en este último, porque desconozco personalmente a esta joven, pero sí sé que en los países del Este de Europa, de donde ella procede, todavía existe la cultura del esfuerzo, lo que representa una diferencia sustancial con el nuestro, en el que reina la cultura del apoyo y la facilidad, lo que ha ocasionado un perjuicio no pequeño al propio sistema, a los resultados que podría obtener y a los alumnos a cuyo servicio está puesto, los cuales -estoy absolutamente convencido- sacarían mayores beneficios de su educación si no tuviesen las altísimas expectativas que hoy tienen de que el aprobado que solo debería ser fruto del esfuerzo lo pueden obtener sin molestarse, a base de facilidades, rebajas, presiones y protestas.
Lia me ha recordado mucho a Anka, una alumna polaca también de 4º de ESO que tuve hace algunos años. Llegó de su país en abril y sin saber español, pero, al acabar el curso, manejándose ya muy bien en nuestra lengua, aprobó todo con unas notas excelentes, en un grupo en el que en torno al 50% de sus compañeros las sacaron muy malas. También me ha recordado a Anna, una compatriota de Lia a la que di clase en 3º de ESO y que era un modelo de inteligencia, aplicación y modales. Tenía un rasgo muy significativo: siempre elegía los retos más difíciles. Pero, aparte de ellas, he tenido a otros alumnos extranjeros que, independientemente de que no procedieran de esos países, se esforzaban mucho: hablo, por ejemplo, de Samira, una alumna de origen marroquí que en su grupo (un 1º de Bachillerato), a pesar de las dificultades con el idioma, fue la mejor: yo le puse un 9 y todos los profesores estábamos encantados con ella. O de Ashkan, mi alumno iraní de un 1º de FP1 que, con solo dos años en España, se expresaba muy bien en nuestra lengua y era el mejor de su clase. Como he tenido tantos alumnos, seguro que me olvido de alguno como ellos, cosa por la que pido disculpas.
Los cuatro, aparte de sus aptitudes, compartían con Lia la disposición a ganarse las notas y el conocimiento con su esfuerzo. Pero... ¿y sus compañeros españoles? En la clase de Anna, había lo que es o debería ser normal: un 15 o 20% de alumnos que suspendían y un 80 u 85% que se distribuían entre el suficiente y el sobresaliente. En la de Anka, había una buena estudiantes más, mientras que el resto eran mayoritariamente de esos que se presentan a los exámenes sin haber tocado un libro; en la de Samira, había unas cuantas alumnas tan capacitadas como ella, pero, a la hora de los exámenes o de la lectura de libros, acreditaban una aplicación muy por debajo de la que demostraba ella, aunque lo peor no era eso, sino que se reunía allí un no pequeño número de esos alumnos que solo se explica que hayan podido entrar en Bachillerato por las aberrantes lagunas de nuestro sistema, alumnos de muy bajo conocimiento y nulo trabajo, que encima se permitían el lujo de indignarse cuando se les suspendía. En cuanto a la de Ashkan, estaba compuesta por treinta chicos y una chica, y solo aprobaron mi asignatura esta última y él, y en las demás la cosa no fue mucho mejor. Cuando hablaba con ellos sobre mi asignatura, solía decirles que habían tenido muy mala suerte con Ashkan (con el que se llevaban muy bien), ya que por su culpa no podían achacar a mi supuesta dureza sus malos resultados, pues, si él, con sus desventajosas condiciones, estaba sacando bien el curso, cualquiera de ellos podía hacerlo también a poco que se lo propusiera: era la prueba de contraste que ponía en evidencia su dejadez.
Todos esos alumnos (y notemos que hablo ya de hace mucho, pues el grupo de Ashkan era de los últimos años del anterior sistema) estaban atrapados en la funesta corriente que el pedagogismo y ciertas concepciones desastrosas de la enseñanza han introducido en nuestra educación: la de que a los alumnos hay que darles las mayores facilidades para que puedan aprobar. Con la aplastante lógica de la ley del mínimo esfuerzo, un gran número de nuestros estudiantes (aunque lo sean solo de forma nominal), han llegado a esta conclusión: si me van a aprobar de todas formas, ¿para qué me voy a esforzar? Y es que no todo el mundo es como Lia, Anka, Anna, Samira o Ashkan, sino que hay mucha gente que solo se esfuerza cuando no queda otro remedio. Un sistema que no obliga al alumno a esforzarse es mediocre y embrutecedor.
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