Publicaba ayer "El Mundo" un artículo titulado Premio o castigo que se ocupa del asunto de las expulsiones escolares, concretamente, de esas que suponen la prohibición temporal de acudir al centro para el alumno sancionado. Antes de entrar en materia, quisiera hacer explícito mi aplauso para la autora, Berta García de Vega, pues, aunque parece claro que es partidaria de la tesis de que la expulsión temporal es una medida estéril, su artículo da un tratamiento muy razonable a las posturas contrarias. Este inciso no es en absoluto una superficial concesión a la cortesía, sino que representa una valoración positiva de lo que a mi juicio es el buen periodismo, que tiene sin excusa que ser independiente. A lo que me tienen acostumbrado el noventa y nueve por ciento de las producciones sobre educación que me encuentro en los medios informativos es a un servil y acrítico sometimiento a la tesis más innovadora, más progresista, más guay, menos tradicional y por tanto menos facha y represiva, que, tanto si es razonable como disparatada, jalean con vuelo de campanas mientras ridiculizan (en el caso de que las mencionen) las posturas contrarias. En lo que a estas últimas se refiere, la más venenosa y para nada inhabitual artimaña consiste en citar a alguno de sus defensores y, a renglón seguido de lo que dice, descalificarlo con alguna observación (siempre tan fulminante como sesgada y malintencionada) sobre la que no se le advirtió y a la que no se le da opción a replicar. ¿Cuántas veces le habrá ocurrido esto a Alberto Royo? ¿En cuántas celadas similares se habrá visto envuelto? Por suerte para él, en este artículo se le cita como inequívoco defensor de las ventajas de la expulsión sin someterle luego a la puñalada traicionera de una palabrita bien untada de anatema, tipo "facha", "tradicional", "anticuado", "inmovilista", "franquista" o cualquier otra sacada del arsenal de los periodistas a sueldo de la corrección política. Y es que, como ya digo, el artículo de la señora García de Vega presenta las posturas de unos y otros con sus ventajas e inconvenientes y sin la parcialidad ofensiva que tanto lamento, lo que es muy de agradecer, dado el sectarismo que hoy en día se está cargando el periodismo español.
¿Expulsiones sí o no?
Entrando ahora sí en materia, lo que como el título hace evidente se dirime en el artículo es si las expulsiones son o no positivas. La tesis que se defiende es la de que no lo son, para lo cual se recurre a una serie de argumentos que, a quienes nos hemos visto muy a menudo envueltos en la decisión de expulsar o no a un alumno, son casi todos conocidos. Los principales son estos: que no es una medida educativa, que es desmesurada y que en realidad solo supone concederles a los sancionados unos días de vacaciones. A ellos se añaden estos otros, algunos de los cuales, me resultan novedosos: que hay que tener en cuenta que, por diversas razones sociofamiliares, la expulsión supondrá que a veces esos niños van a estar solos en casa el tiempo que dure la sanción, que se les aboca a la contradicción de mandarlos a casa acompañados de unas tareas para el tiempo que estén expulsados cuando en general son alumnos que no las hacen ni cuando están en el centro y que, como expulsarlos es mandarlos a la calle, hacerlo equivale a empujarlos al inicio precoz en el consumo de drogas.
Por contra, quienes defiendes la expulsión, aducen que estas cuestiones no les competen, ya que los alumnos van al centro a instruirse y no a que se ocupen de sus problemas, y presentan los argumentos de que ayuda al sancionado a entender que incumplir las reglas tiene sus consecuencias (y, por tanto, a conocer una cosa que se llama responsabilidad) y de que sirve para proteger a los alumnos que sí quieren estudiar.
Cuando se dan las condiciones, expulsar es muy benéfico (esta es mi opinión)
Se dice al principio del artículo que los alumnos problemáticos lo son "hasta que llega un profesor que los pone en la calle definitivamente". También se dice esto otro: que los profesores "solo expulsan alumnos cuando no queda otro remedio. Al cuarto parte de disciplina en muchos casos. Pero, a estas alturas del curso, ya habrá alumnos que acumulen más de uno: porque no paren de hablar, porque jamás hagan los deberes, porque falten al respeto a sus compañeros y al profesor..." Supongo que a los docentes que hayáis leído esto que va ente comillas, como mínimo, se os habrá dibujado una sonrisa irónica, por lo que creo muy necesario hacer unas precisiones en torno a estas dos cosas, pues sientan unas premisas que dan una imagen muy falsa de lo que ocurre hoy con las expulsiones y, por tanto, pueden inducir a valorar erróneamente lo que se está haciendo con ellas y para qué sirven. En primer lugar -y hablo, como es pertinente, de lo que ocurre en España-, desde hace ya mucho, un profesor no tiene potestad para poner en la calle a ningún alumno, sino que eso es algo que corresponde a otros órganos y se hace siguiendo unos protocolos muy precisos, y conviene que añada además -ya que soy muy amigo de contar las cosas como son en realidad, y no en teoría- que la aplicación de esos mecanismos suele ponerse en marcha cuando el interfecto ha sobrepasado ya de muy largo las razones para actuar contra él. En segundo lugar y muy relacionado con esto, eso del cuarto parte de disciplina y lo de no parar de hablar y tal es un retrato absolutamente idílico: por esas cosas hoy en día no se expulsa a ningún alumno: tal medida solo se lleva a efecto cuando las motivaciones son tan graves que no hacerlo rayaría en la insensatez o en la grave ofensa a los afectados. Es imprescindible partir de una base: en la actualidad, cuando se expulsa a un alumno, es sin duda porque ha dado motivos más que sobrados, y se hace con un respeto a sus derechos más que sobrado también.
Entrando en las razones que se aducen en contra de la expulsión, lo de que no tiene ningún valor educativo me he hartado de oírlo, siempre en boca de esos orientadores o directivos que, entre otras cosas, por no tener que sufrirlos, se permiten el lujo de defender a alumnos autores de graves faltas e incluso la hipócrita grosería de sentirse moralmente superiores por ello. Aprovecho para salir al paso de algo que alguien dice en el artículo: que hacen falta más orientadores. Estoy convencido de que en este asunto no mejorarían nada, pero el tema de los orientadores daría para otro artículo. Resulta cómico el hecho de que ese mismo argumento de la falta de valor educativo se lo he oído también a algunos padres de tales retoños, cuando han venido a la desesperada a intentar evitar la expulsión. Como tutor y jefe de estudios, he tratado con bastantes de estos padres, y diré que muchos de ellos eran unos auténticos jetas resabiados que pretendían engañarme manipulando esa retórica del buenismo pedagogista que habían conseguido aprenderse a base de reuniones y reuniones mantenidas durante años por culpa del mal comportamiento de sus hijos, mal comportamiento del que en general ellos eran responsables en gran parte. Todo esto da idea de con quién se alinean y el acierto que tienen los profesores que defienden a esos chicos con esa misma cantinela. Es absolutamente falso que la expulsión no tenga valor educativo, pues lo tiene, y mucho, porque, cuando un chico comete una falta grave y ve que por ello se le sanciona (pues que te echen del instituto es siempre un castigo, por razones que ya iremos viendo) aprende algo tan fundamental como esto: que quien la hace la paga, es decir, la lección número uno del código de la responsabilidad. Que haya incluso educadores que sostengan que esto no es educativo da idea de lo extendida que está la charlatanería en el mundo de la enseñanza. Algunos que van de alambicados filósofos aducen que eso es conductismo y que el conductismo es probadamente ineficaz, pero, creedme lo que os digo: los chicos, que no suelen ser tan profundos y complejos, entienden muy bien el mensaje y vuelven de las expulsiones bastante apaciguados.
Con esto queda también en parte respondido eso otro de que los días de expulsión, en realidad, son unos días de vacaciones. Sorprende ver este argumento en boca de adultos e incluso de expertos educativos, pues los sitúa en un nivel de pueril ingenuidad, ya que es la bravata con la que muy a menudo se defienden los alumnos problemáticos cuando ven inminente la expulsión: "¡Pues que me expulsen, no te j _ _ _! Mejor, una semanita de vacaciones". Ja - ja. En primer lugar, el mero hecho de la expulsión escuece mucho a su receptor, pues representa una bajada de humos, más aún si se trata de uno de esos individuos -que, por desgracia, nuestro actual sistema fomenta- que se regodean en sus gamberradas y se jactan de ser intocables, de que en el instituto les teme hasta el director. En segundo lugar, el alejamiento del centro y de sus coleguillas es de por sí un castigo, y bastante duro. Algunos de los que hablan de la enseñanza, o la desconocen por completo o lo aparentan. Para lo que viene a este caso, quienes afirman que expulsar a un alumno es premiarle parecen creer que los gamberros que muy a menudo son los destinatarios de las expulsiones están a disgusto en el instituto, cuando es todo lo contrario: ellos están encantados de ir a clase, como lo probaría el solo hecho de que muchas veces, cuando se expulsa a alguno, uno de los calvarios que le caen al centro es echarlos del patio, porque se saltan la valla constantemente para colarse. En tan acogedora institución como son los centros escolares de hoy, los gamberros se lo pasan en grande: pueden divertirse en los recreos, en las clases y en los pasillos, estar con los amigotes, dinamitar las clases (esto les encanta), ligar o intentarlo, intimidar a la gente de bien, gallear, vacilarles a los profesores o faltarles al respeto... Y todo esto, naturalmente, sin tener que trabajar apenas. Así pues, sacarlos de esa fiesta durante unos días es hacerles una terrible faena. Por último, está el hecho de la recepción en casa, porque hay padres que, ya desde la primera expulsión, se la toman muy a mal y se encargan de que sus hijos la lamenten con el fin de enmendarlos. Con estos padres las cosas van bien, pero hay otros a los que parece darles igual; ahora bien, contra lo que se pueda pensar, es con estos con los que la expulsión surte efectos más positivos. Os parecerá un poco cínico lo que voy a decir, pero, en mi época de jefe de estudios, tropecé con algunos de estos padres y, dado que mi deber era proteger la armonía en el centro, lo que hacía era "trasladarles el problema" a ellos y, tan pronto como sus hijos se hacían acreedores de una expulsión, la ponía en marcha. ¿Qué sucedía? Que a la segunda o como mucho la tercera, comprobaban en sus propias carnes la impertinencia de sus hijos, recapacitaban sobre las ventajas de que se los tuviéramos en el "cole" y, haciendo uso de esos mecanismos de persuasión que todo buen padre debe poseer, nos los devolvían ya bien aleccionados y convencidos de que había que ser buenos chicos. Fijaos en los logros: la paz escolar, el que un alumno aprendiera a comportarse y el que unos padres aprendieran a controlar a sus hijos: ¿puede pedirse mayor eficacia educativa? Con todo esto puede muy bien verse que las expulsiones no son ningún regalo.
Lo de que son una medida desmesurada se responde con facilidad: ¿desmesurada con respecto a qué? Ya he dicho que hoy en día no se expulsa con facilidad y ahora os voy a exponer las causas de algunas de las expulsiones que he visto: robar un móvil, asociarse para hacer permanentemente imposibles algunas clases, intimidar y/o agredir a compañeros, subir a la red la filmación de una paliza, tener aterrorizados a los compañeros, estar durante un largo periodo robando cosas de las carteras de los compañeros, llamar hijo de puta a un profesor, romper a propósito un lavabo o un espejo... ¿Es desmesurado expulsar por esto? Pues bien, aún puedo añadir algo más: que lo normal es que los expulsados no lo sean por una sola cosa, sino por una reiteración de acciones a lo largo incluso de meses, acciones que a veces son tan graves como las que he enumerado o casi. Sostener que la expulsión es una medida desmesurada solo puede obedecer a un absoluto desconocimiento de la escuela o a un fariseísmo vomitivo.
Están después los tres argumentos que he citado en último lugar. Lo de abocar al expulsado a la drogadicción me parece un auténtico disparate, pero en la escuela ya estamos acostumbrados a que se nos pida lo que no está en nuestra mano o se nos acuse de lo que no hacemos. Vincular expulsiones con caídas en la droga es una incongruencia que no merece ni ser contestada. Algo parecido sucede con lo de abocar a los expulsados hijos de divorciados o de padres que trabajan ambos a quedarse solos en casa: cuando un centro expulsa a un alumno, está realizando un acto que forma parte de sus potestades, que es educativo y se realiza en beneficio de la vida escolar: lo que pase en casa del alumno ya está fuera de su responsabilidad. Mayor reflexión merece la paradoja de expulsar con deberes a chicos que, en un alto porcentaje, no suelen hacerlos, pero eso los centros no lo hacen por capricho, sino porque la ley lo impone, y es una imposición sumamente razonable, ya que obedece a dos fines muy serios: que el expulsado tenga ocupación y que no se desvincule de los programas educativos.
¡Cuántas veces, cuando le he dado a un tutor trabajo para un expulsado, lo he hecho sabiendo que no iba a hacerlo! ¡Cuántas veces habré comentado u oído a compañeros comentar la inutilidad de ese acto! Y siempre hemos convenido en que, aun así, había que hacerlo, porque obedecía a una lógica aplastante. Pero es que además hay otra cosa: que muchos seamos partidarios de expulsar cuando conviene no quiere decir que rechacemos otras medidas. La más inmediata es el diálogo, ya sea con el alumno o con sus padres, y yo soy muy partidario de ella y la he practicado cientos de veces, pero ¿de verdad hay alguien que crea que se expulsa a un solo alumno sin haber dialogado -y mucho- antes con él o con sus padres? Incluso en esas expulsiones que son respuesta a un acto flagrante como un robo o una agresión grave, hay un trámite que lleva aparejado el diálogo con el sancionado y sus padres. Luego están algunas medidas relacionadas con la tarea y que se mencionan en el artículo y que serían, seguro, utilísimas, como el trabajo social o lo que en el texto se denomina aulas de convivencia y, dado el tema que nos ocupa y si no queremos ser hipócritas, deberíamos llamar aulas de sancionados o algo parecido. En cuanto a la primera, no hace falta señalar que, para llevarla a cabo, es imprescindible la implicación de los ayuntamientos y de la segunda, que se realiza en los centros, diré que sobre el papel puede estar bien, pero es una medida que he visto aplicar en la práctica y acabar convirtiéndose en una feria, en un vergonzoso simulacro de sanción mediante el que equipos directivos inoperantes se quitan de encima la para ellos antipática responsabilidad de expulsar.
Por qué son benéficas las expulsiones
Una de las profesoras que intervienen en el artículo hace mención de un factor importantísimo: que la mayoría de las expulsiones recaen sobre alumnos que ya desde cursos muy tempranos empiezan a ser problemáticos por una razón muy sencilla: lo que se dice en el aula no les interesa. Da pie con ello a señalar una gran verdad: que si la oferta educativa estuviese más diversificada y diversificada desde antes, podrían integrarse en ramas de estudio que les resultasen más atractivas y dejarían con ello de ser problemáticos. Esto es en general cierto y nos lleva a la conclusión de que parte de los alumnos que acaban entrando en el laberinto de las expulsiones son víctimas del sistema, pero tampoco conviene que nos llamemos a engaño, porque he tratado con alumnos de cursos que abarcaban un arco entre los doce y los veinte años, de niveles obligatorios y no obligatorios y con un espectro muy amplio de oferta y puedo decir que muchos chicos se portan mal aun estando en los cursos más apropiados. El problema del mal comportamiento es muy complejo y excede a cualquier organigrama educativo, por lo cual, siempre serán necesarios recursos para hacerle frente, y la expulsión es uno muy útil.
He hablado ya de los beneficios que aporta al propio expulsado en el sentido de que le ayuda a entender que las normas hay que cumplirlas, a hacerse más responsable y a situarse mejor en el marco formativo y humano que es esa escuela de la que tantos beneficios puede sacar, y creo que ahora toca cambiar el enfoque. Generalmente, cuando en los medios de comunicación se habla sobre este asunto, se suele focalizar sobre la figura del expulsado y ello es debido a que las voces que suenan son las de expertos, pedagogos, psicólogos, orientadores, padres o los propios informadores, las cuales, aunque hay de todo, suelen lamentar samaritanamente el triste destino del pobrecito alumno al que se expulsa, esa víctima incomprendida a la que se destierra, total, por cosillas como tener aterrorizada a una compañera, haber robado seis móviles o hacer imposible la clase de Matemáticas. Faltan en este reparto dos actores: los alumnos y los profesores. No puedo hablar por los primeros, pero sí por los segundos y es significativo que en el artículo las dos únicas personas que se han acordado del centro o de los compañeros del expulsado sean dos profesores: el británico Tom Bennet y Alberto Royo, y ambos para decir lo que yo pienso: que probablemente el mayor beneficio que aporten las expulsiones es que alejan temporalmente del centro a personajes que se han portado como auténticos indeseables. Quienes contemplamos la escuela desde dentro tenemos muy claro que, a la hora de elegir entre treinta alumnos que no se meten con nadie y un alborotador que lo pone todo patas arriba, nos quedamos con los primeros, como también pospondremos al alborotador cuando sus ardores vayan dirigidos contra un profesor que lo que hace es cumplir con su trabajo. Porque, cuando se produce una expulsión, el verdadero perjuicio es el que previamente les ha producido a ellos el expulsado, y en los conflictos nunca debe perderse de vista a los verdaderos perjudicados.
Resulta muy fácil pontificar y rasgarse las vestiduras contra esas almas de pedernal que defienden la expulsión de ese pobrecillo que no se merece tal tormento, pero yo he conocido muchos casos de expulsados y voy a terminar refiriendo algunos, a ver qué os parecen. Usaré nombres falsos, por supuesto.
1.- Scarlett. Cuando aún estaba en EGB, tuve en un centro una alumna que empezó sin destacar demasiado, pero a las pocas semanas del comienzo de curso empezó a verse envuelta en peleas cada vez más frecuentes. Todas con chicos, a los que solía vapulear, porque las chicas le tenían auténtico pavor. Muy pronto pasó a hacer imposible la clase de Lengua y prácticamente imposibles casi todas las demás, con alborotos y continuas faltas de respeto a los profesores. La guinda la puso cuando la tomó con una de sus compañeras a la que perseguía, amenazaba y agredió en alguna ocasión: la tenía aterrorizada. A lo largo de dos cursos, a Scarlett tuvimos que expulsarla en múltiples ocasiones.
2.- Brad. A este alumno lo tuve siendo tutor de un segundo de ESO. En el curso anterior, había tenido tan aterrorizados a sus compañeros que en mis primeras semanas recibí la visita de varios padres para ponerme al corriente de la situación y pedirme que protegiera a sus hijos. Una madre me llegó a enseñar un certificado médico sobre las secuelas que estaba padeciendo su hijo. Brad era un alumno terriblemente violento que empezó hasta encarándose conmigo e intentando intimidarme (mido 1'80) y, a decir verdad, solo yo y otro profesor fuimos capaces de mantenerlo a raya. Me enorgullezco de haber sido muy firme con él y no haber permitido la actitud contemplativa de la dirección, gracias a lo cual, a Brad se le expulsó muchas veces, es decir, fueron muchos los días que sus compañeros no tuvieron que padecerlo, y digo lo de que me enorgullezco porque tendríais que haber visto las caras de satisfacción y alivio de esos chicos cuando vieron que yo le paraba los pies a Brad, y porque, todavía años después de ese curso, había padres que se cruzaban conmigo y me lo agradecían. Ese año tuve en otro grupo de segundo a George, un chico que se negaba en clase a tan siquiera coger un bolígrafo. Naturalmente, yo no se lo permití. A principios del tercer trimestre, las cosas se pusieron muy mal con ambos en las otras asignaturas; además de eso, un día a George se le ocurrió decirme a mí también que no iba a hacer nada. El incidente acabó en el pasillo, donde, cuando estábamos separados unos metros, me dijo: "Chúpamela"; me lancé enfurecido a por él y salió corriendo como un galgo. Los dos últimos meses del curso, estos dos alumnos se los pasaron aislados del resto y con una profesora especialmente asignada para ellos.
3.- Leonardo. Este chico de tercero de ESO tenía tres vicios: reventar las clases, faltarles al respeto a los profesores y robar. Le llevaron a una larga serie de expulsiones. Al final del curso, ya escarmentado, entraba a las clases muy mansito.
4.- Gary. Fui su profesor cuando hacía segundo de ESO en un instituto. Dos años después, llegué a otro centro y me lo encontré allí haciendo tercero (había repetido segundo). Era el permanente agitador a escondidas que tenía desesperados a compañeros y profesores. Suspendía siempre todas las asignaturas. Solo recuerdo en los dos años una expulsión: una vez que se le ocurrió lanzar un balón a propósito contra un fluorescente, que se rompió, lógicamente. Su padre acudió al centro con la pretensión de denunciarlo por tener los fluorescentes mal protegidos, con el consiguiente riesgo de que su hijo hubiera sufrido un percance cuando rompió aquel de un balonazo. Que este chico solo sufriera una expulsión en esos dos años demuestra lo mucho que hace falta para que te expulsen.
5.- Denzel. Con veintitrés años, este alumno estaba haciendo 1º de Bachillerato en un nocturno y pertenecía a un grupito de otros semejantes a él que hacían cosas como enjaularse en los huecos de las ventanas o boicotear las clases. Algunos de sus compañeros, gente adulta, manifestaron su queja, pero solo se le expulsó cuando llenó un examen de frases amenazantes contra una profesora a la que, en un primer momento, tuvo la osadía de denunciar ante la inspección por unas razones sin fundamento.
¿Qué me decís? ¿Os hubiera gustado que vuestros hijos hubieran tenido que aguantar a compañeros así? ¿Se ganó algo con expulsarlos?
Por contra, quienes defiendes la expulsión, aducen que estas cuestiones no les competen, ya que los alumnos van al centro a instruirse y no a que se ocupen de sus problemas, y presentan los argumentos de que ayuda al sancionado a entender que incumplir las reglas tiene sus consecuencias (y, por tanto, a conocer una cosa que se llama responsabilidad) y de que sirve para proteger a los alumnos que sí quieren estudiar.
Cuando se dan las condiciones, expulsar es muy benéfico (esta es mi opinión)
Se dice al principio del artículo que los alumnos problemáticos lo son "hasta que llega un profesor que los pone en la calle definitivamente". También se dice esto otro: que los profesores "solo expulsan alumnos cuando no queda otro remedio. Al cuarto parte de disciplina en muchos casos. Pero, a estas alturas del curso, ya habrá alumnos que acumulen más de uno: porque no paren de hablar, porque jamás hagan los deberes, porque falten al respeto a sus compañeros y al profesor..." Supongo que a los docentes que hayáis leído esto que va ente comillas, como mínimo, se os habrá dibujado una sonrisa irónica, por lo que creo muy necesario hacer unas precisiones en torno a estas dos cosas, pues sientan unas premisas que dan una imagen muy falsa de lo que ocurre hoy con las expulsiones y, por tanto, pueden inducir a valorar erróneamente lo que se está haciendo con ellas y para qué sirven. En primer lugar -y hablo, como es pertinente, de lo que ocurre en España-, desde hace ya mucho, un profesor no tiene potestad para poner en la calle a ningún alumno, sino que eso es algo que corresponde a otros órganos y se hace siguiendo unos protocolos muy precisos, y conviene que añada además -ya que soy muy amigo de contar las cosas como son en realidad, y no en teoría- que la aplicación de esos mecanismos suele ponerse en marcha cuando el interfecto ha sobrepasado ya de muy largo las razones para actuar contra él. En segundo lugar y muy relacionado con esto, eso del cuarto parte de disciplina y lo de no parar de hablar y tal es un retrato absolutamente idílico: por esas cosas hoy en día no se expulsa a ningún alumno: tal medida solo se lleva a efecto cuando las motivaciones son tan graves que no hacerlo rayaría en la insensatez o en la grave ofensa a los afectados. Es imprescindible partir de una base: en la actualidad, cuando se expulsa a un alumno, es sin duda porque ha dado motivos más que sobrados, y se hace con un respeto a sus derechos más que sobrado también.
Entrando en las razones que se aducen en contra de la expulsión, lo de que no tiene ningún valor educativo me he hartado de oírlo, siempre en boca de esos orientadores o directivos que, entre otras cosas, por no tener que sufrirlos, se permiten el lujo de defender a alumnos autores de graves faltas e incluso la hipócrita grosería de sentirse moralmente superiores por ello. Aprovecho para salir al paso de algo que alguien dice en el artículo: que hacen falta más orientadores. Estoy convencido de que en este asunto no mejorarían nada, pero el tema de los orientadores daría para otro artículo. Resulta cómico el hecho de que ese mismo argumento de la falta de valor educativo se lo he oído también a algunos padres de tales retoños, cuando han venido a la desesperada a intentar evitar la expulsión. Como tutor y jefe de estudios, he tratado con bastantes de estos padres, y diré que muchos de ellos eran unos auténticos jetas resabiados que pretendían engañarme manipulando esa retórica del buenismo pedagogista que habían conseguido aprenderse a base de reuniones y reuniones mantenidas durante años por culpa del mal comportamiento de sus hijos, mal comportamiento del que en general ellos eran responsables en gran parte. Todo esto da idea de con quién se alinean y el acierto que tienen los profesores que defienden a esos chicos con esa misma cantinela. Es absolutamente falso que la expulsión no tenga valor educativo, pues lo tiene, y mucho, porque, cuando un chico comete una falta grave y ve que por ello se le sanciona (pues que te echen del instituto es siempre un castigo, por razones que ya iremos viendo) aprende algo tan fundamental como esto: que quien la hace la paga, es decir, la lección número uno del código de la responsabilidad. Que haya incluso educadores que sostengan que esto no es educativo da idea de lo extendida que está la charlatanería en el mundo de la enseñanza. Algunos que van de alambicados filósofos aducen que eso es conductismo y que el conductismo es probadamente ineficaz, pero, creedme lo que os digo: los chicos, que no suelen ser tan profundos y complejos, entienden muy bien el mensaje y vuelven de las expulsiones bastante apaciguados.
Con esto queda también en parte respondido eso otro de que los días de expulsión, en realidad, son unos días de vacaciones. Sorprende ver este argumento en boca de adultos e incluso de expertos educativos, pues los sitúa en un nivel de pueril ingenuidad, ya que es la bravata con la que muy a menudo se defienden los alumnos problemáticos cuando ven inminente la expulsión: "¡Pues que me expulsen, no te j _ _ _! Mejor, una semanita de vacaciones". Ja - ja. En primer lugar, el mero hecho de la expulsión escuece mucho a su receptor, pues representa una bajada de humos, más aún si se trata de uno de esos individuos -que, por desgracia, nuestro actual sistema fomenta- que se regodean en sus gamberradas y se jactan de ser intocables, de que en el instituto les teme hasta el director. En segundo lugar, el alejamiento del centro y de sus coleguillas es de por sí un castigo, y bastante duro. Algunos de los que hablan de la enseñanza, o la desconocen por completo o lo aparentan. Para lo que viene a este caso, quienes afirman que expulsar a un alumno es premiarle parecen creer que los gamberros que muy a menudo son los destinatarios de las expulsiones están a disgusto en el instituto, cuando es todo lo contrario: ellos están encantados de ir a clase, como lo probaría el solo hecho de que muchas veces, cuando se expulsa a alguno, uno de los calvarios que le caen al centro es echarlos del patio, porque se saltan la valla constantemente para colarse. En tan acogedora institución como son los centros escolares de hoy, los gamberros se lo pasan en grande: pueden divertirse en los recreos, en las clases y en los pasillos, estar con los amigotes, dinamitar las clases (esto les encanta), ligar o intentarlo, intimidar a la gente de bien, gallear, vacilarles a los profesores o faltarles al respeto... Y todo esto, naturalmente, sin tener que trabajar apenas. Así pues, sacarlos de esa fiesta durante unos días es hacerles una terrible faena. Por último, está el hecho de la recepción en casa, porque hay padres que, ya desde la primera expulsión, se la toman muy a mal y se encargan de que sus hijos la lamenten con el fin de enmendarlos. Con estos padres las cosas van bien, pero hay otros a los que parece darles igual; ahora bien, contra lo que se pueda pensar, es con estos con los que la expulsión surte efectos más positivos. Os parecerá un poco cínico lo que voy a decir, pero, en mi época de jefe de estudios, tropecé con algunos de estos padres y, dado que mi deber era proteger la armonía en el centro, lo que hacía era "trasladarles el problema" a ellos y, tan pronto como sus hijos se hacían acreedores de una expulsión, la ponía en marcha. ¿Qué sucedía? Que a la segunda o como mucho la tercera, comprobaban en sus propias carnes la impertinencia de sus hijos, recapacitaban sobre las ventajas de que se los tuviéramos en el "cole" y, haciendo uso de esos mecanismos de persuasión que todo buen padre debe poseer, nos los devolvían ya bien aleccionados y convencidos de que había que ser buenos chicos. Fijaos en los logros: la paz escolar, el que un alumno aprendiera a comportarse y el que unos padres aprendieran a controlar a sus hijos: ¿puede pedirse mayor eficacia educativa? Con todo esto puede muy bien verse que las expulsiones no son ningún regalo.
Lo de que son una medida desmesurada se responde con facilidad: ¿desmesurada con respecto a qué? Ya he dicho que hoy en día no se expulsa con facilidad y ahora os voy a exponer las causas de algunas de las expulsiones que he visto: robar un móvil, asociarse para hacer permanentemente imposibles algunas clases, intimidar y/o agredir a compañeros, subir a la red la filmación de una paliza, tener aterrorizados a los compañeros, estar durante un largo periodo robando cosas de las carteras de los compañeros, llamar hijo de puta a un profesor, romper a propósito un lavabo o un espejo... ¿Es desmesurado expulsar por esto? Pues bien, aún puedo añadir algo más: que lo normal es que los expulsados no lo sean por una sola cosa, sino por una reiteración de acciones a lo largo incluso de meses, acciones que a veces son tan graves como las que he enumerado o casi. Sostener que la expulsión es una medida desmesurada solo puede obedecer a un absoluto desconocimiento de la escuela o a un fariseísmo vomitivo.
Están después los tres argumentos que he citado en último lugar. Lo de abocar al expulsado a la drogadicción me parece un auténtico disparate, pero en la escuela ya estamos acostumbrados a que se nos pida lo que no está en nuestra mano o se nos acuse de lo que no hacemos. Vincular expulsiones con caídas en la droga es una incongruencia que no merece ni ser contestada. Algo parecido sucede con lo de abocar a los expulsados hijos de divorciados o de padres que trabajan ambos a quedarse solos en casa: cuando un centro expulsa a un alumno, está realizando un acto que forma parte de sus potestades, que es educativo y se realiza en beneficio de la vida escolar: lo que pase en casa del alumno ya está fuera de su responsabilidad. Mayor reflexión merece la paradoja de expulsar con deberes a chicos que, en un alto porcentaje, no suelen hacerlos, pero eso los centros no lo hacen por capricho, sino porque la ley lo impone, y es una imposición sumamente razonable, ya que obedece a dos fines muy serios: que el expulsado tenga ocupación y que no se desvincule de los programas educativos.
¡Cuántas veces, cuando le he dado a un tutor trabajo para un expulsado, lo he hecho sabiendo que no iba a hacerlo! ¡Cuántas veces habré comentado u oído a compañeros comentar la inutilidad de ese acto! Y siempre hemos convenido en que, aun así, había que hacerlo, porque obedecía a una lógica aplastante. Pero es que además hay otra cosa: que muchos seamos partidarios de expulsar cuando conviene no quiere decir que rechacemos otras medidas. La más inmediata es el diálogo, ya sea con el alumno o con sus padres, y yo soy muy partidario de ella y la he practicado cientos de veces, pero ¿de verdad hay alguien que crea que se expulsa a un solo alumno sin haber dialogado -y mucho- antes con él o con sus padres? Incluso en esas expulsiones que son respuesta a un acto flagrante como un robo o una agresión grave, hay un trámite que lleva aparejado el diálogo con el sancionado y sus padres. Luego están algunas medidas relacionadas con la tarea y que se mencionan en el artículo y que serían, seguro, utilísimas, como el trabajo social o lo que en el texto se denomina aulas de convivencia y, dado el tema que nos ocupa y si no queremos ser hipócritas, deberíamos llamar aulas de sancionados o algo parecido. En cuanto a la primera, no hace falta señalar que, para llevarla a cabo, es imprescindible la implicación de los ayuntamientos y de la segunda, que se realiza en los centros, diré que sobre el papel puede estar bien, pero es una medida que he visto aplicar en la práctica y acabar convirtiéndose en una feria, en un vergonzoso simulacro de sanción mediante el que equipos directivos inoperantes se quitan de encima la para ellos antipática responsabilidad de expulsar.
Por qué son benéficas las expulsiones
Una de las profesoras que intervienen en el artículo hace mención de un factor importantísimo: que la mayoría de las expulsiones recaen sobre alumnos que ya desde cursos muy tempranos empiezan a ser problemáticos por una razón muy sencilla: lo que se dice en el aula no les interesa. Da pie con ello a señalar una gran verdad: que si la oferta educativa estuviese más diversificada y diversificada desde antes, podrían integrarse en ramas de estudio que les resultasen más atractivas y dejarían con ello de ser problemáticos. Esto es en general cierto y nos lleva a la conclusión de que parte de los alumnos que acaban entrando en el laberinto de las expulsiones son víctimas del sistema, pero tampoco conviene que nos llamemos a engaño, porque he tratado con alumnos de cursos que abarcaban un arco entre los doce y los veinte años, de niveles obligatorios y no obligatorios y con un espectro muy amplio de oferta y puedo decir que muchos chicos se portan mal aun estando en los cursos más apropiados. El problema del mal comportamiento es muy complejo y excede a cualquier organigrama educativo, por lo cual, siempre serán necesarios recursos para hacerle frente, y la expulsión es uno muy útil.
He hablado ya de los beneficios que aporta al propio expulsado en el sentido de que le ayuda a entender que las normas hay que cumplirlas, a hacerse más responsable y a situarse mejor en el marco formativo y humano que es esa escuela de la que tantos beneficios puede sacar, y creo que ahora toca cambiar el enfoque. Generalmente, cuando en los medios de comunicación se habla sobre este asunto, se suele focalizar sobre la figura del expulsado y ello es debido a que las voces que suenan son las de expertos, pedagogos, psicólogos, orientadores, padres o los propios informadores, las cuales, aunque hay de todo, suelen lamentar samaritanamente el triste destino del pobrecito alumno al que se expulsa, esa víctima incomprendida a la que se destierra, total, por cosillas como tener aterrorizada a una compañera, haber robado seis móviles o hacer imposible la clase de Matemáticas. Faltan en este reparto dos actores: los alumnos y los profesores. No puedo hablar por los primeros, pero sí por los segundos y es significativo que en el artículo las dos únicas personas que se han acordado del centro o de los compañeros del expulsado sean dos profesores: el británico Tom Bennet y Alberto Royo, y ambos para decir lo que yo pienso: que probablemente el mayor beneficio que aporten las expulsiones es que alejan temporalmente del centro a personajes que se han portado como auténticos indeseables. Quienes contemplamos la escuela desde dentro tenemos muy claro que, a la hora de elegir entre treinta alumnos que no se meten con nadie y un alborotador que lo pone todo patas arriba, nos quedamos con los primeros, como también pospondremos al alborotador cuando sus ardores vayan dirigidos contra un profesor que lo que hace es cumplir con su trabajo. Porque, cuando se produce una expulsión, el verdadero perjuicio es el que previamente les ha producido a ellos el expulsado, y en los conflictos nunca debe perderse de vista a los verdaderos perjudicados.
Resulta muy fácil pontificar y rasgarse las vestiduras contra esas almas de pedernal que defienden la expulsión de ese pobrecillo que no se merece tal tormento, pero yo he conocido muchos casos de expulsados y voy a terminar refiriendo algunos, a ver qué os parecen. Usaré nombres falsos, por supuesto.
1.- Scarlett. Cuando aún estaba en EGB, tuve en un centro una alumna que empezó sin destacar demasiado, pero a las pocas semanas del comienzo de curso empezó a verse envuelta en peleas cada vez más frecuentes. Todas con chicos, a los que solía vapulear, porque las chicas le tenían auténtico pavor. Muy pronto pasó a hacer imposible la clase de Lengua y prácticamente imposibles casi todas las demás, con alborotos y continuas faltas de respeto a los profesores. La guinda la puso cuando la tomó con una de sus compañeras a la que perseguía, amenazaba y agredió en alguna ocasión: la tenía aterrorizada. A lo largo de dos cursos, a Scarlett tuvimos que expulsarla en múltiples ocasiones.
2.- Brad. A este alumno lo tuve siendo tutor de un segundo de ESO. En el curso anterior, había tenido tan aterrorizados a sus compañeros que en mis primeras semanas recibí la visita de varios padres para ponerme al corriente de la situación y pedirme que protegiera a sus hijos. Una madre me llegó a enseñar un certificado médico sobre las secuelas que estaba padeciendo su hijo. Brad era un alumno terriblemente violento que empezó hasta encarándose conmigo e intentando intimidarme (mido 1'80) y, a decir verdad, solo yo y otro profesor fuimos capaces de mantenerlo a raya. Me enorgullezco de haber sido muy firme con él y no haber permitido la actitud contemplativa de la dirección, gracias a lo cual, a Brad se le expulsó muchas veces, es decir, fueron muchos los días que sus compañeros no tuvieron que padecerlo, y digo lo de que me enorgullezco porque tendríais que haber visto las caras de satisfacción y alivio de esos chicos cuando vieron que yo le paraba los pies a Brad, y porque, todavía años después de ese curso, había padres que se cruzaban conmigo y me lo agradecían. Ese año tuve en otro grupo de segundo a George, un chico que se negaba en clase a tan siquiera coger un bolígrafo. Naturalmente, yo no se lo permití. A principios del tercer trimestre, las cosas se pusieron muy mal con ambos en las otras asignaturas; además de eso, un día a George se le ocurrió decirme a mí también que no iba a hacer nada. El incidente acabó en el pasillo, donde, cuando estábamos separados unos metros, me dijo: "Chúpamela"; me lancé enfurecido a por él y salió corriendo como un galgo. Los dos últimos meses del curso, estos dos alumnos se los pasaron aislados del resto y con una profesora especialmente asignada para ellos.
3.- Leonardo. Este chico de tercero de ESO tenía tres vicios: reventar las clases, faltarles al respeto a los profesores y robar. Le llevaron a una larga serie de expulsiones. Al final del curso, ya escarmentado, entraba a las clases muy mansito.
4.- Gary. Fui su profesor cuando hacía segundo de ESO en un instituto. Dos años después, llegué a otro centro y me lo encontré allí haciendo tercero (había repetido segundo). Era el permanente agitador a escondidas que tenía desesperados a compañeros y profesores. Suspendía siempre todas las asignaturas. Solo recuerdo en los dos años una expulsión: una vez que se le ocurrió lanzar un balón a propósito contra un fluorescente, que se rompió, lógicamente. Su padre acudió al centro con la pretensión de denunciarlo por tener los fluorescentes mal protegidos, con el consiguiente riesgo de que su hijo hubiera sufrido un percance cuando rompió aquel de un balonazo. Que este chico solo sufriera una expulsión en esos dos años demuestra lo mucho que hace falta para que te expulsen.
5.- Denzel. Con veintitrés años, este alumno estaba haciendo 1º de Bachillerato en un nocturno y pertenecía a un grupito de otros semejantes a él que hacían cosas como enjaularse en los huecos de las ventanas o boicotear las clases. Algunos de sus compañeros, gente adulta, manifestaron su queja, pero solo se le expulsó cuando llenó un examen de frases amenazantes contra una profesora a la que, en un primer momento, tuvo la osadía de denunciar ante la inspección por unas razones sin fundamento.
¿Qué me decís? ¿Os hubiera gustado que vuestros hijos hubieran tenido que aguantar a compañeros así? ¿Se ganó algo con expulsarlos?
Muy de acuerdo contigo, Pablo. Pero este asunto de las expulsiones es otra de las obsesiones de ciertos "buenistas", "pedabobos" o como quieras llamarlos. Tu argumentación es sólida e implacable, pero a los defensores de lo "educativamente correcto" les va a dar igual.
ResponderEliminarGracias, Mariano. De hecho, este de las expulsiones es un punto capital del zafarrancho educativo. Es raro que se trate en los medios, porque no afecta a las grandes abstracciones teóricas que encantan a expertos y demás, pero en la vida concreta de los centros y el empeoramiento de la calidad de la enseñanza influye notablemente, porque los alumnos conflictivos dificultan muchísimo la actividad educativa. La expulsión no solo no es mala, sino que es la mejor solución con el que da problemas importantes, pues, cuanto antes se le empieza a expulsar, antes va empezando a entrar en razón y antes deja de perjudicar a sus compañeros. ¿Qué sucede? Que tanto los teóricos pedagogistas de fuera del centro como los pragmáticos directivos de dentro son muy contrarios a ella, los primeros, por misticismo e ignorancia; los segundos, por evitarse problemas con los padres. Hallamos, pues, un nuevo capítulo en que la secta pedagógica externa e interna coinciden en sus intereses. Al final la solución suele ser la más sencilla, sobre todo, si el gamberreo se dirige contra los profesores: resistirse al máximo a expulsar, aunque sea contraviniendo escandalosamente las normas, cosa que es responsabilidad exclusiva de los directivos y esos aliados que les dan cobertura doctrinal, es decir, los buenistas de diverso pelaje que hay en todo centro. Así, hasta elementos tan nocivos como los de los ejemplos de mi artículo se pasan meses de impunidad antes de que por fin se actúe contra ellos (si es que se hace), meses de deterioro de la vida escolar a su alrededor. La división a pie de centro de la secta funciona de forma implacable, pero, esgrimiendo hipócritas razones pedagógicas, perjudican enormemente a alumnos y profesores.
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