Después de tres meses de vaivenes pueriles, de tener a Cataluña sin gobierno y de someterla al ridículo más espantoso ante los ojos del mundo entero, las fuerzas del independentismo catalán han alcanzado a ultimísima hora el acuerdo que impedirá la celebración de nuevas elecciones, las cuales habrían representado para su proyecto tan inviable como ilegítimo un mazazo tan fuerte como el de las del pasado 27 de septiembre, que dejó pocas dudas acerca de la derrota de sus planteamientos segregacionistas. Como todos sabemos, esto último ellos se han negado obstinadamente a verlo, con un ensimismamiento fanático e irresponsable que les ha llevado a persistir en esos planes para los que -parecen pensar- todavía hay esperanzas si no se celebran nuevas elecciones. Que el acuerdo para eludirlas es una tabla de salvación a la que se agarran a la desesperada queda patente en hechos como la renuncia de Mas o el texto de ese mismo acuerdo, que no merece tal nombre, pues es literalmente un compromiso de la CUP a entrar en el redil de Junts pel Sí, redactado en unos términos a ratos bastante humillantes. Su lectura atenta refuerza la tesis de que la CUP es en realidad un submarino del independentismo para crear confusión y robar votos en sectores con un perfil social, económico y cultural a los que su propuesta, en realidad, nada bueno tiene que ofrecer. Sacrificios tan grandes solo se explican por temores y/o intereses también muy grandes.
Yendo a lo concreto, el resultado de este esperpento al que el mundo, España y una Cataluña desorientada y desgobernada desde hace mucho han asistido perplejos es el siguiente: un acuerdo inequívoco de insistir en la demencial empresa de la independencia y la elevación a candidato a la presidencia de un personaje con tan tenebrosos augurios como Carles Puigdemont. Ya llevo tiempo diciendo esto: la espiral de insensatez a que los independentistas han llevado a Cataluña me produce auténtico miedo, miedo que se agranda al ver el talante provocador, irresponsable y agresivo que exhiben la mayoría de sus líderes, demostrado constantemente en hechos, posturas y palabras.
Pero si la locura se ha asentado en Cataluña, no tiene por qué haberlo hecho en el conjunto de España. En estos días, estamos contemplando las maniobras previas a la constitución del gobierno que habrá de salir de las últimas elecciones. A mi modo de ver, se perfilan dos posiciones: la constructiva y con apelación a un gran consenso en el que se aborden soluciones a los principales problemas del país (entre ellos, la seria amenaza separatista) y la de quienes exploran salidas pretendidamente rupturistas y de carácter parcial. En el primer grupo están el PP y Ciudadanos, y esto no son especulaciones mías, sino que se avala por sus repetidos llamamientos; en el segundo, están Pedro Sánchez con su frente no sé muy bien si progresista o izquierdista y Pablo Iglesias con su para mí inesperado -y me temo que suicida- empeño en la celebración de una consulta en Cataluña. No sé si Sánchez considerará progresistas a grupos como el PNV, Ezquerra o CDC, pero me temo que tendría que hacer filigranas para demostrarlo; no sé qué espejismo estará llevando a Pablo Iglesias a creer que una formación nacida del 15-M tiene que anteponer esa pretensión elitista y segregacionista de la consulta, pero algo me dice que le va a restar muchos apoyos.
La actual situación hace que me parezca muy razonable la formación de un amplio consenso frente a los problemas importantes y las amenazas graves, y esa bandera, hoy por hoy, quienes la están alzando son Mariano Rajoy y Albert Rivera; quienes no atiendan a su llamada a rebato puede que cometan un gran error, error que, si terminamos llegando a unas elecciones anticipadas, me temo que pagarán muy caro. ¿Acabaremos viendo que entre Mas, Puigdemont, la CUP, Pedro y Pablo le dan al PP una nueva mayoría absoluta?
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