Aún no hará ni una semana, leí en El País un artículo de Rafael Argullol que se titulaba "Disparen contra la Ilustración" y me pareció realmente notable. El asunto esencial sobre el que versaba era el desencanto que se está produciendo entre buena parte del mejor profesorado universitario, desencanto que Argullol lamentaba y que está produciendo, entre otros resultados perniciosos, que esos profesores estén cada vez menos motivados y sean cada vez más los que miren hacia la jubilación con los ojos anhelantes con que se mira a una puerta de escape en un desastre. Según el escritor, a esta lamentable situación ha llegado la universidad española por dos causas: el pésimo nivel del alumnado y la presión de la burocracia. Recomiendo la lectura de este artículo, pues en él su autor describe muy bien el semblante que estas dos pestes de la enseñanza adquieren en la universidad.
Cuando yo lo leí, lo primero que pensé fue: "El virus está cada vez más extendido", enunciado en el que virus es igual a desastre de las enseñanzas medias, el cual, en efecto, ya ha llegado a la universidad, pero no ahora, sino hace bastante tiempo, como sé gracias a lo que me cuentan testigos tales como amigos que tengo trabajando allí o mis propios hijos, universitarios ambos. Los dos agentes infecciosos que menciona Argullol son, por desgracia, bien y desde hace tiempo conocidos por los profesores de instituto; quiero hoy reflexionar en torno al segundo, la deletérea acción de los burócratas, quienes, como defensores a ultranza del catecismo logsiano, pueden en buena medida ser considerados al menos coautores de lo otro, lo del bajo nivel del alumnado. Antes de entrar en materia, no obstante, quisiera llamar la atención sobre un detalle, el de que los profesores universitarios miren a la jubilación como un remedio y estén deseando que les llegue, postura que mantienen desde hace ya tiempo buena parte de los profesores de instituto: la mayoría de ellos, en cuanto se acercan al entorno de los cincuenta años, empiezan ya a hacer cálculos con la jubilación. Yo ya estoy en los cincuenta y dos e intento por todos los medios sustraerme a ese juego, porque pienso que desear la jubilación implica necesariamente desear el envejecimiento, que maldita la gana, pero el asunto es que esto no es un hallazgo mío: nadie desea enevejecer; la obsesión por la jubilación en la que he visto caer ya a unos cuantos colegas es consecuencia de su deseo de abandonar la enseñanza a cualquier precio, aun el de las canas, lo que da idea del penoso estado en que ha caído este oficio, ahora también, por lo que se ve, en la universidad.
Pero bueno, los burócratas. Decía en uno de mis últimos artículos que uno de los apoyos que ha tenido la enseñanza logsiana han sido los burócratas, o, para ser más exactos, toda esa constelación de paniaguados compuesta de leguleyos de despacho, inspectores, asesores de no sé qué, miembros de equipos de no sé cuántos, psicólogos, pedagogos, orientadores, formadores de formadores, paquistaníes, sindicalistas, etc. que han representado sin duda la quinta columna que ha sostenido y ayudado a imponer el mensaje logsiano dentro de los insitutos, donde desde el principio fue mayoritariamente rechazado. No quiero decir que todos los miembros de estos colectivos que menciono sean unos beneficiados de la LOGSE y que la defiendan interesadamente, sino que estos son los colectivos donde tales defensores interesados más abundan. Pues bien, estos son los burócratas, los que han sostenido el absurdo entramado legal que ha terminado por desencantar al profesorado, por hacerle desear la jubilación, igual que parece que sucede en la universidad, solo que desde mucho antes. Y, de paso, por suministrar desde los institutos unas cuantas hornadas con altos porcentajes de alumos alarmantemente mal formados y con el interés por la cultura y el conocimiento más bajos de las últimas décadas.
A estos burócratas los llamo pancistas porque ese era el término que, allá por los años sesenta, se daba a los partidarios del régimen franquista que, una vez enganchado un puestecillo, se afanaban en defender el sistema con uñas y dientes, en jalear y aplaudir cualquier disparate que de él procediera, porque era el que les daba de comer y de medrar, de ahí que también se les llamase estómagos agradecidos. Nuestros burócratas de ahora también hacen eso, también son el sostén de un sistema que se cae a pedazos, también son capaces de ir a las juntas de evaluación a defender el aprobadillo regalado, de abrumarte con papeleos absurdos que anteponen a la transmisión del saber, de someterte a presiones y críticas infundadas y arteras si te muestras partidario de la seriedad y el rigor; es decir, el pancismo escolar está dispuesto a sostener todos y cada uno de los pilares del desastre logsiano por muchas evidencias que haya de que es eso, un desastre, tan solo porque es el desastre al que algo tienen que agradecer.
¿Y qué es lo que tienen que agradecer? Habrá que reconocer que el pancista escolar se conforma con poco, tiene una panza frugal. La recompensa más sustancial es la que proyecta hacia puestos que tienen alguna recompensa económica, que tampoco da para grandes alegrías, los sueldos funcionariales son lo que son, pero lo más común es una recompensa en especie ¿Y cuál es la especie? La especie es la huida del aula: la mayoría de los pancistas suelen refugiarse en despachetes, en horarios con menos clases, en grupos reducidos..., lo cual a mi juicio lleva ímplicito el reconocimiento de que eso que defienden algo tiene que no lo hace apetecible: ¿no hay en esto una cierta ruindad?
Obsolescencia programada y medio ambiente
Hace 1 día
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